Opinion

Medallas como disparates

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amás he sido partidario de los premios, puesto que muchos carecen de moral, sentido y justicia. De hecho, en lo estrictamente taurino, me resultaba hasta incómodo ver cómo le otorgaban sendas orejas a los buenos toreros, pues ciertas obras, por su inconmensurable belleza, jamás encuentran premio justo. Más bien, si les premian es como desmerecer la gran creación. Nada más hermoso que una vuelta al ruedo apoteósica sin orejas sucias en las manos y la ovación sincera de una afición entregada. Contrasta con esto la moral y el sentimiento de los malos toreros; para ellos, toda finalidad la justifican las orejas y los premios. Hace escasos días le concedieron a Francisco Rivera Ordóñez la Medalla de Oro de las Bellas Artes. Dicho premio, otorgado por el Ministerio de Cultura, ha perdido todo prestigio y sentido vistas sus últimas ediciones. Dar medallas como churros, sin ton ni son, es una vergüenza más de esta actual sociedad cultural de una España sombra de la que fue. No dudo que Rivera Ordóñez tenga sus méritos, pero existen otros premios más en su consonancia. La Medalla de Oro, que anteriormente lo habían recibido figuras históricas tales como Camino, Romero o, sin ir más lejos, su abuelo Antonio Ordóñez, le viene tan grande como incongruente. Quizás deberían los buenos toreros negarse a admitir tan «insignes medallas» y así no verse involucrados en el desprestigio de quienes tienen poder para juzgar y otorgar. Nada más ético que negarles el placer a dichos jueces. El gran artista no debería aceptar tantos premios, sólo aquellos alejados de la burguesía, las academias y ministerios de nuestro país. El Ministerio de Cultura ha sucumbido al disparate a través de la senda de la vulgaridad. Visto lo visto, bien podrían otorgar estas medallitas dicen que ¿de las Bellas Artes? a ciertos espontáneos que saltan al ruedo, pues en ellos sí veo toda la verdad, el romanticismo y la pasión del toreo místico, esa misma verdad de la que carecen los últimos toreros premiados por el ministerio. Y es que, al final de los días, uno deduce que el arte nunca es debidamente correspondido, mientras lo vulgar obtiene mucho más de lo que mereciera.