AL AIRE LIBRE

El probo funciona-rio

Aquella mañana, el letrado se dirigió presuroso al edificio de la Audiencia Provincial. Había recibido un auto de dicho órgano que le indicaba que algo fallaba, o bien que algo desconocía. No le cuadraba el tenor de dicha resolución con el hecho de que el asunto en cuestión se hallara en Madrid, en momento casacional, o precasacional. Llamó a la Audiencia y, como se temía, faltaba un trámite (cosa rara, por demás, en la administración de justicia): la representación procesal del cliente no le había comunicado el dictado del auto inadmitiendo la casación. Ahora, devuelto el procedimiento a la Audiencia, se iba a citar al penado para hacerle entrega del mandamiento de prisión. El último recurso era solicitar el indulto, pero debía conocer y tener una copia del auto. Por ello se dirigió al órgano provincial, a los efectos de que el funcionario pudiera facilitarle una copia, o bien hacerla él mismo allí, en la fotocopiadora. Ninguna irregularidad había en ello, ninguna norma procesal quebrantaba, ninguna forma se venía abajo. Máxime cuando, debido al fallo en Madrid, era perfectamente entendible su petición y que, sobre la marcha, se subsanara el defecto. Pero el modesto letrado no contaba con un escollo: ni Juez, ni parte, ni Ministerio Público, ni Secretario Judicial se iban a interponer en su camino, sino un funcionario de distinta y mas baja cualificación que, atrincherado en un malhumorado estado de ánimo, haría gala de una soberana mala educación.

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Y así fue que, comparecido el Letrado ante él, y rogándole le permitiera hacer copia del auto, recibió la amable contestación de que él no estaba para hacer favores a nadie (¿bien, funcionario, bien, con dos cojones, sí señor!) y que lo que pudiera pasarle al justiciable no era su problema (¿bravo, funcionario, bravo, estas hecho un tío, sí señor!), todo ello, con una evidente cara de vinagre del malo. Para rematar, añadió: vamos a hacerlo bien, y que se presente escrito solicitando testimonio (¿ooooleee, pedazo de funcionario!) El letrado confesaría poco después que sintió un irrefrenable deseo de mandar al funcionario a un lugar bastante indeseable, pero que se contuvo. No estaba la cosa para guerras. Pero sí pensó que el Poder Judicial no tiene tanto que buscar los enemigos fuera, como identificarlos las más de las veces en sus propias sedes judiciales.