LA HOJA ROJA

La escopeta nacional

N o por recurrente o poco original -lo habrán oído montones de veces en los últimos días- el título de la película de Berlanga estrenada a finales de los 70 se aparta de la realidad. Confiéselo, con esto de las coincidencias de Bermejo -ya saben, la cacería de Torres en Jaén con Garzón fue una coincidencia, una feliz casualidad, como la de Talavera de la Reina que fue otra coincidencia y la de Villamayor en Piloña, a finales de noviembre ni les cuento porque su encuentro otra vez con Garzón fue una auténtica coincidencia- no han dejado ustedes de pensar que si ya sospechaban de las habilidades de Berlanga como visionario, los últimos acontecimientos no han hecho más que confirmar que hay que revisar toda la filmografía del cineasta valenciano para comprender de dónde venimos y a dónde vamos a una velocidad de vértigo. Que el eslogan tardofranquista de Spain is different sigue siendo nuestra carta de presentación y el mayor sambenito que pudieron colgarnos.

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El ministro, el juez de la Audiencia Nacional, la consejera de Administraciones Públicas del Principado de Asturias, los alcaldes de Villamayor y de Piloña, la sidra escanciada, los chorizos asados, los jabalíes, los mil euros por persona se parecen demasiado a aquella galería de tipos deleznables que, en torno al Marqués de Leguineche, daban sentido a una esperpéntica cacería organizada por un despreciable Jaime Canivell, fabricante catalán de porteros automáticos, llena de sobresaltos y de situaciones absurdas en la que se daban cita ministros, aspirantes a ministros, empresarios, concejales, curas y todo un muestrario de personajes que, de tan reales, más que sonrisas producían pánico.

De la cacería del escándalo, la de Bermejo y Garzón, ya ha habido piezas abatidas, piezas gordas, el ministro dimitió el pasado lunes y el juez de la Audiencia Nacional anda con la tensión arterial por las nubes. Más que Berlanga.

Y porque siempre me acuerdo sin poderlo evitar de Bienvenido Mr. Marshall, cuando pienso en esta ciudad y en lo que se nos avecina de aquí a tres años, no estaría de más recuperar para nuestra memoria histórica títulos como Patrimonio Nacional epílogo indispensable del marqués de Leguineche y su corte de los milagros, en la que acuciados por las deudas y para no tocar fondo del todo, deciden autodeclararse patrimonio nacional con la esperanza de que el turismo les saque de los apuros económicos y les mantenga su decadente palacio en Madrid. Sí, ya lo sé.

El Ayuntamiento -que no digo yo que sean como los Leguineche, que hay mucho Leguineche en otras instituciones también- quiere solicitar una vez más que las murallas y el casco antiguo de Cádiz se cataloguen como bien patrimonial de la humanidad. Qué le vamos a hacer. Algún día hasta nos lo conceden.

Por seguir con la filmografía de Berlanga, no estaría de más volver a ver Moros y cristianos, aquella magistral película de los años 80, en la que los Planchadell y Calabuch, turroneros de rancio abolengo y reconocido prestigio acuden a Madrid para dar a conocer y patrocinar sus productos. ¿Les suena? para lo que cuentan con la ayuda inestimable de un asesor ¿Les suena? que se planta en Madrid con una caravana promocional que ríase usted de lo que se monta en el Centro Conde-Duque cuando vamos a llevarles el Carnaval a los que, cuando vienen, vienen de invitados. ¿Por qué da tanto glamour un madrileño (o unos pocos) en el pregón?

Podríamos, por ejemplo, repasar El Verdugo con aquel regalo del piso envenenado del Patronato de Viviendas que Amadeo deja en herencia a su yerno. Las estrecheces económicas, los pisos del patronato, el ansiado viaje a Palma de Mallorca, el supuesto bienestar demasiados parecidos razonables, qué quieren que les diga.

O volver a ver Plácido, la obra maestra de Berlanga. La más gaditana de sus películas. Recuerden, en una pequeña ciudad de provincias, unas señoras que practican ostentosamente la caridad ponen en marcha la campaña navideña Siente un pobre a su mesa -no se rían, a ver si a alguien se le ocurre algo así en alguna concejalía, con esto de la crisis y encima le aplaudimos- y contratan para participar en la cabalgata a un Plácido al que le vence la letra del motocarro la misma noche de Nochebuena. Sí, una auténtica comedia negra, llena de fariseísmos, de inoperancia política y de momentos especialmente estremecedores. Muy de andar por casa, muy de por aquí, donde el edificio en el que vivió el Beato Diego formará parte de una ruta cultural ¿de cuál, Dios mío de mi alma, de cuál?

Quizá a alguna mente preclara todavía recuerda la película de Los jueves, milagro. Ya saben, aquella en la que el pequeño pueblo de Fuentecilla cuyo balneario pasaba por una de las peores crisis de su historia se lanza a inventar milagros y apariciones de San Dimas -el ladrón bueno del Gólgota, magistralmente interpretado por José Isbert- para devolver al pueblo el esplendor de antaño.

Háganme caso. Sí, vuelvan a ver Plácido. Busquen parecidos con su entorno más cercano en esta magistral película que, mire por donde, fue candidata a un Oscar a la mejor película en habla no inglesa en 1961.

Que ya que andamos en una semana de cine -lo digo por lo del Oscar de Penélope Cruz a la que por fin le llegó la hora después de Tom Cruise, Mathew McConaughey, Nicolas Cage, Orlando Bloom, Adrien Brody, Javier Bardem, y alguna que otra película- no me queda más que repetir aquello que decía Aute -por momentos me estoy volviendo más antigua- «Pido perdón por confundir el cine con la realidad» tras declarar que «todo en la vida es cine».

A veces, de terror.