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UNA FÁBULA

A patadas con los bancos

Imaginen un banco. Sus carteles de amables señores con corbatas rojas, verdes, naranjas o azules (depende de la marca), sus abuelos que juegan al golf gracias al dinero que se han embolsado por su fondo de pensiones (éstos se han quedado un poco antiguos porque los fondos están como los abuelos, no les demos mucho trote), el móvil que usted siempre soñó será una realidad si domicilia su nómina, compre un coche con un préstamo personal al 15% y... no, ya no habrá ningún anuncio ofertando la mejor hipoteca del mercado. Eso ya no existe (la hipoteca, digo; y del mercado queda muy poquito). Sobre una pared más blanca que el resto se adivina el antiguo póster del Euríbor más lo que fuese.

ÁLEX MEDINA R.
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Tanto los carteles presentes y los ausentes, con su rojo chillón, verde lima, azul eléctrico y naranja nuclear, no pueden obviar la dura realidad: los bancos están tristes. No hace falta que se miren las taciturnas caras de los clientes que aguardan la misma cola desesperante de siempre; ni esas mesas de atención al cliente con ordenadores apagados, huérfanas de marcos rodeando fotos familiares y dibujos infantiles; ni la corbata aflojada del cajero; ni la preocupación estresada y apiñada en las patas de gallo de la cajera. Los bancos han perdido no sólo la poca reputación que alguna vez tuvieron (¿quién no se ha quejado alguna vez?), sino que también toda la mala reputación que nunca dejaron de tener (¿quién no les ha acusado de robo ?). Ahora, como sucede en aquellas obras donde todos son un poco culpables, el resto del dramatis personae se ceba con el caído expiando la culpa propia. Se les ha perdido el respeto, lo que para una actividad basada en la confianza es la pérdida más dolorosa. Incluso hay quien toma al asalto las sucursales como quien quema las banderas de los regímenes anteriores (no hay valor con los actuales). El símbolo está en la lona y todos le quieren dar su patada. En la cara.