
Un fiscal de izquierdas víctima de sus polémicas
Bermejo, que no oculta su posición ideológica, cae víctima de la tarea para la que fue llamado al Gobierno, frenar las protestas de la judicatura
Actualizado: GuardarUn fiscal rojo. A Mariano Fernández Bermejo siempre le gustó ese apelativo, del que presume sin ocultar un punto de ironía. Le describe. Para sus correligionarios, es un jurista progresista, comprometido y con carácter, que siempre ha puesto los principios por encima de todo; sus enemigos le ven como un talibán peligroso capaz de las mayores traiciones en defensa de sus intereses personales, propios o de partido. «Soy de izquierdas y como tal actúo», aseguró en una entrevista concedida a la conservadora cadena Cope, y el todo le define a la perfección. Presume de no haber rehuido nunca la polémica, de no haberse arrugado jamás, pero a sus colaboradores ha confesado que se va derrotado por los jueces, con los que nunca consiguió entenderse.
Nació en Arenas de San Pedro (Ávila) en 1948, en el seno de una familia acomodada que le permitió acceder a una sólida formación universitaria, al alcance de muy pocos en aquellos años. Se licenció en Derecho en la Universidad Complutense de Madrid en 1969. Obtuvo el doctorado con calificación sobresaliente en 1974, y en marzo de aquel año obtuvo el número 1 en las oposiciones de ingreso a la Carrera Fiscal, con 26 años. Comenzó como abogado-fiscal en Santa Cruz de Tenerife y Cáceres, y accedió a la categoría de fiscal de plantilla en Segovia, cuya fiscalía pasó a dirigir en diciembre de 1984.
Pese a sus orígenes familiares, Fernández Bermejo miró a la izquierda pronto. No fue un joven contestatario, pero enamorarse de la música pop al extremo de tocar el bajo en el grupo Los Cirros, que llegó a grabar dos discos, tenía en aquellos años algo de rompedor. En cuanto se hizo fiscal, se sumó entusiasta a los veteranos juristas que fundaron Justicia Democrática y, años después, fue uno de los impulsores de la Unión Progresista de Fiscales, secuela de la anterior en la carrera.
En septiembre de 1986, Fernando Ledesma le lleva como asesor al Ministerio de Justicia, donde comparte equipo con Teresa Fernández de la Vega y participa en los trabajos que sirvieron para reformar la legislación sobre menores, Código Civil incluido, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y para crear la Policía Judicial. En junio de 1989, cesa a petición propia y es nombrado fiscal del Tribunal Supremo.
En 1992, el Gobierno socialista vuelve a pensar en él para ponerle al frente de una fiscalía poderosa y complicada, la del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad de Madrid. Dirigió a más de un centenar de fiscales, y lo hizo con mano dura. Pero esa fiscalía funcionó como un reloj. El Gobierno socialista se descomponía podrido por los escándalos de corrupción, y Fernández Bermejo puso en marcha una sección especializada en la persecución de los delitos económicos que se presentó en sociedad, ni más ni menos, con la detención del ex gobernador del Banco de España Mariano Rubio.
A partir de 1996, sus relaciones con el Gobierno de José María Aznar, y sobre todo con el fiscal general Jesús Cardenal, fueron razonables. De esa primera etapa es la creación de una sección fiscal especializada en problemas medioambientales -incluidos los urbanísticos- pionera en España.
Pero con la llegada al Ministerio de Justicia de José María Michavila y su afán por modificar la legislación vigente para ocultar otras carencias del Gobierno del PP saltaron chispas que desembocaron en un enfrentamiento abierto cuando Fernández Bermejo reprochó al ministro, paradojas de la vida, los escasos medios a disposición de los fiscales para hacer frente a los juicios rápidos.
Vuelta a la base
En 2003, harto de sus enfrentamientos con el ministro José María Michavila y previa reforma legal fabricada casi ad hoc, el Gobierno de Aznar le cesó. Pese a tener consolidada la categoría de fiscal del Supremo, fue destinado como fiscal de base a la sección de lo Contencioso-Administrativo de la fiscalía madrileña, donde pasó a compartir banco de trabajo con los mismos acusadores públicos a los que durante una década gobernó con mano de hierro.
La victoria de Rodríguez Zapatero le devolvió al Supremo, además como jefe de la Fiscalía de lo Contencioso-Administrativo, lo que le permitió acceder a la más alta categoría de la carrera fiscal. Allí transcurría con placidez el último tramo de su carrera profesional hasta que en 2007 el presidente del Gobierno cesó al entonces ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar.
El político canario, responsable parlamentario de los temas de Justicia la legislatura anterior, resultó un ministro profesional: por un lado, el PP le hizo sufrir lo indecible para sacar adelante su producción legislativa, e incluso fracasó su ambiciosa reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial; por otro, mantuvo un escrupuloso respeto a la independencia judicial que se tradujo en una administración de justicia fuera de control.
Dicen los que dicen saber de esto que fue el fiscal general Cándido Conde-Pumpido quien sugirió al presidente del Gobierno el nombre de Fernández Bermejo, de idóneo perfil para mantener a raya al principal partido de la oposición y para domeñar las ínfulas de una judicatura que permitió sin la más mínima queja que el órgano de gobierno de los jueces fuese utilizado sin pudor como ariete con el que desestabilizar al Ejecutivo socialista.
Es difícil dudar de la preparación técnica de Fernández Bermejo, de su solidez jurídica y de los cultivados cimientos en los que apoya su afán polemista, pero en la misma medida hay que convenir que su capacidad política es muy limitada. Desde su llegada al Ministerio ha ejercido de pirómano, y no ha pasado periodo de sesiones en el que no haya tenido que lidiar con un conflicto grave en el seno de la administración de justicia.
En la anterior legislatura, sus modos bravucones y soberbios trasmitieron una imagen de firmeza que compensó el talante del jefe del Ejecutivo, no siempre útil para resolver problemas. A la postre, esas maneras le sirvieron a Fernández Bermejo para repetir cartera tras las elecciones de marzo de 2008 pese a que nadie daba un duro por su continuidad. Pero lo cierto es que había logrado apagar los rescoldos de una huelga de funcionarios judiciales que a punto estuvo de incendiar la Justicia, se ganó a los secretarios judiciales y logró cerrar la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), lo que le dio peso en el seno del Consejo de Ministros.
Se debió sentir fuerte, porque cometió dos errores por exceso que ahora paga: decidió utilizar el caso Mari Luz y el expediente al juez Rafael Tirado como arma con el que rebajar los humos a la carrera, soliviantada porque se sintió despreciada en la renovación del CGPJ. Y se fue de cacería en mala hora y peores compañías, lo que debilitó su posición, al extremo de que los jueces, al final, le han doblado el pulso.