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Las ciudades de Bradbury
El autor de 'Fahrenheit 451' esconde un secreto: el diseño de centros comerciales, urbes idílicas y parques temáticos para su amigo Walt Disney
Actualizado: GuardarSi cada triunfo encierra su derrota, Ray Bradbury tiene su pecado en el urbanismo. El autor de libros ya considerados clásicos universales como Crónicas Marcianas y Fahrenheit 451, además de interminables colecciones con los cuentos más premiados de la historia de la ciencia ficción, esconde una faceta menos conocida como asesor para la creación de centros comerciales en Estados Unidos y atracciones para Walt Disney. Pero si en la literatura el éxito ha consagrado todo lo que ha estado relacionado con los escritos de Bradbury, en el área del diseño urbano sus experimentos se han deslizado por el filo de la navaja del fracaso.
La relación de Bradbury con el mundo del diseño de espacios públicos nace en 1964, cuando el Gobierno norteamericano lo contrató como asesor para la Feria Mundial de Nueva York. Para entonces, su literatura era ya una garantía de éxito en la ciencia ficción e incluso había conseguido un honor que muy pocos escritores vivos pueden mostrar. El propio Jorge Luis Borges había escrito un prólogo para sus Crónicas Marcianas. Entonces dio sus primeros pasos en el mundo del diseño urbano. Su mentor no pudo ser más extraño, exótico e importante: Walt Disney.
A principios de los años 60, el magnate de los dibujos animados estaba sumergido en un proyecto inquietante: Epcot. Ese nombre es el acrónimo de Experimental Prototype Community of Tomorrow (Prototipo experimental de la comunidad del mañana) y encierra una concepción casi megalómana de lo que debe ser una ciudad del futuro, una especie de utopía científica con Mickey Mouse. En sus orígenes se bautizó como el proyecto X ya que era una iniciativa tan secreta que el propio Walt Disney, para evitar a los especuladores inmobiliarios, contrató a antiguos directores de los servicios secretos norteamericanos para que se encargasen de la compra de terrenos. El lugar elegido fueron los pantanos de Orlando, en Florida.
Disney y su equipo habían diseñado una urbe sin automóviles visibles, con el monorraíl como principal medio de transporte y carreteras subterráneas. Su objetivo era la limpieza absoluta, escuelas especiales, una urbe sin jubilados ya que todos debían estar entregados a que Epcot estuviera viva. Era una ciudad sin pobres, sin basura, en la que todo estaba organizado hasta el milímetro y no había sitio para el azar o la incertidumbre. Una comunidad para caminantes, sin los guetos y los conflictos raciales y sociales que en los años 60 comenzaban a sacudir América. Al presentar el proyecto, Walt Disney anunció que su objetivo era «encontrar soluciones a los problemas de nuestras ciudades... en una comunidad en la que todo tiene que estar dirigido a la felicidad de los habitantes». Epcot preveía incluso el control del clima y servir como campo de pruebas para los inventos que estaban por llegar en una sociedad que se preparaba para el primer viaje del hombre a la Luna.
Pero Epcot no llegó a desarrollarse. La última película que Disney llevó a las pantallas fue precisamente un escueto documental sobre el futuro de su sueño en Orlando. La muerte se llevó a Walt Disney antes de que su gran ciudad pudiera empezar a construirse y, tras su fallecimiento, la empresa olvidó el proyecto y lo convirtió en una atracción más del parque de Orlando. Epcot se redujo a una gran esfera dedicada a la ciencia y el progreso.
Bradbury para entonces, ya tenía una obsesión urbana. En las ciudades modernas es imposible caminar de noche sin parecer un sospechoso. El origen de este pensamiento está resumido en el postfacio de Fahrenheit 451, novela publicada en 1953. En ese texto Bradbury explica cómo un policía lo detuvo una noche por caminar a oscuras por una calle de Los Ángeles y a partir de ese momento decidió escribir un cuento sobre una ciudad en la que está prohibido pasear. Más tarde llegaría su gran obra sobre un mundo en el que la literatura está prohibida y los libros son perseguidos y quemados.
En la propia obra sobre los incendiarios, las ciudades son vistas como algo amenazante y solitario, de las que el hombre huye para refugiarse en el campo. No es casual. Bradbury nació en Waukegan, un pequeño pueblo de Illinois, por lo que procede de un entorno rural en el que los vecinos no cierran las puertas de sus casas y los niños pueden caminar de noche sin peligro entre prados y calles silenciosas. Quizás por ello, el primer libro que publicó fue La Feria de las Tinieblas (Dark Carnival), en el que son precisamente los forasteros procedentes del exterior de la comunidad quienes llevan el caos y el terror a un pequeño pueblo.
Disney y Bradbury tenía una visión común sobre la necesidad de construir ciudades utópicas al servicio de la felicidad del hombre. Pese a lo que pueda parecer ante un escritor que describió el exterminio de Marte y un dibujante que creó a Mickey Mouse y Minnie, ambos artistas comparten una visión optimista sobre la humanidad y sobre las relaciones sociales. Aunque Bradbury no llegó a intervenir en los frustrados de la ciudad del mañana -más allá de sus conversaciones privadas con Walt Disney sobre la necesidad de eliminar los automóviles y sustituirlos por el transporte público-, sí que fue llamado a trabajar en los futuros diseños de la esfera geodésica que sustituyó a Epcot. Tanto la narrativa de esa atracción, bautizada como Nave espacial Tierra, como los conceptos básicos sobre su diseño nacen de la imaginación de Bradbury. Los herederos de Disney volverían a pedirle ayuda con el diseño de Orbitrón, un carrusel futurista en el que unas naves espaciales pasadas de moda giran alrededor de una extraña fusión de planetas de bronce y cúpulas de palacios de las 1.001 noches.
Pionero de la vida tranquila
Pero la obsesión de Bradbury por el urbanismo no decayó. Para Bradbury, como para su amigo Disney en Epcot, el sueño era una ciudad para caminar, con restaurantes, teatros, cines y muchísimas bibliotecas. El escritor, que se enorgullece de no haber tenido jamás carné de conducir, es un hombre que odia los coches y los describe en varias obras como máquinas asesinas. En cierta forma, su postura ante la vida es pionera de tendencias actuales como la vida lenta frente al fast food. En varias ocasiones ha declarado que su ciudad ideal es Disneylandia pero en otras ha señalado a París como la villa de sus sueños. «El secreto de las ciudades es la comida. En París hay cientos de restaurantes y cuando caminas por las avenidas principales la gente está sentada en las terrazas. De eso es de lo que estoy hablando», explicaría. Su salto más auténtico al campo de urbanismo lo daría a finales de los años 70, cuando el arquitecto norteamericano Jon Jerde le contrató como asesor para diseñar el Horton Plaza de San Diego. San Diego es una ciudad extraña, en la frontera con Tijuana, y con una comunidad peligrosa, con problemas raciales, con una ciudad dentro de la ciudad alrededor de la base de los Marines. En un paseo turístico por la ciudad resulta chocante ver cómo describen dentro de sus atracciones la conversión del mayor burdel de la historia de la ciudad en un edificio de oficinas.
Jerde recibió el encargo de crear el Horton Plaza como un proyecto comercial para revitalizar el centro de la ciudad, convertido en ese momento en un refugio de vagabundos. En el trayecto contrató como asesor a Ray Bradbury, con quien le unía, entre otras cosas, ser vecinos del distrito bohemio de Venice, en Los Ángeles. El producto final fue una colección de edificios inaugurado en 1985 en cuya decoración se emplean fachadas con decenas de colores. El objetivo del gigante comercial era convertir la arquitectura en una experiencia, un lugar para perderse entre pasillos sin salida y laberintos que imitaban una ciudad renacentista. Fue un éxito absoluto -con 25 millones de visitantes en su primer año de apertura- y Jon Jerde sería llamado a partir de entonces para todo tipo de proyectos, incluido el hotel Bellagio de Las Vegas o los principales centros comerciales de Estados Unidos.
El proyecto resumía la visión de Bradbury de una ciudad en la que poder caminar y perderse, en la que sentarse en una terraza para contemplar a otros paseantes y disfrutar de la comida. Desde un punto de vista mucho más filosófico, el escritor resumiría ese tipo de trabajo como un componente más de la tarea de mejorar al ser humano desde el compromiso artístico. «Si puedes construir un buen museo, un buen centro comercial, estás ayudando a que la gente se despierte por la mañana y disfrute pensando en que tiene que ir a trabajar. Nuestra misión es ofrecer esperanza, nombrar el problema y ofrecer la solución», declararía en una entrevista.
Sin embargo, la apología de los centros comerciales encierra un punto de vista que los urbanistas más modernos consideran casi sacrílego. El centro comercial aleja la vida del centro de las ciudades y supone su fin como punto de encuentro social. En una versión de este planteamiento llevada a sus extremos, el imperio del centro comercial supone la sustitución de los patrones de vida democráticos por los patrones de vida consumistas. Los centros comerciales en los extrarradios de las ciudades, además, acaban convirtiendo los núcleos urbanos en lugares más inseguros. No es casual, en este sentido, que el Los Ángeles que Bradbury ansiaba cambiar sea en estos momentos una de las ciudades más peligrosas del planeta, con barrios en los que rige una especie de estado de excepción a causa de las guerras entre bandas.
La visión de Bradbury sobre las ciudades se iría volviendo más nostálgica y pesimista en sus últimas novelas, en especial en La muerte es un asunto solitario y Cementerio para lunáticos, obra subtitulada por el propio escritor como Otra historia de dos ciudades. En la primera de ellas, el creador enmarca una trama de misterio en el instante en el que los especuladores inmobiliarios comienzan a destruir el área de esparcimiento de Venice Beach, el área residencial donde Bradbury pasó su juventud y reside en la actualidad. La obra, narrada por un joven escritor, es el fin de una forma de vida con paseos, atracciones y terrazas. En Cementerio para lunáticos, el protagonista -el mismo narrador de La muerte es un asunto solitario- disfruta de sus paseos por un estudio cinematográfico de forma que sus pasos le llevan por el Calvario, la catedral de Notre Dame o los salones del Oeste. Bradbury compara estos decorados con un cementerio existente al lado de los platós y, en un momento, considera que se produce una fusión entre ambos: los dos espacios están muertos.
Pese a todo, Bradbury no se ha dejado arrastrar por el pesimismo. En sus declaraciones públicas no ha dejado de enarbolar la bandera del transporte público frente a los automóviles. Una de sus últimas apariciones públicas, además, ha tenido por objeto defender una de las librerías emblemáticas de Los Ángeles, Acres of books, ya que iba a ser derribada para construir... un centro comercial.