CALLE PORVERA

Corrupción

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Qué palabra tan fea, aunque seguramente a los más tontos de la clase (escuchen El blues de lo que pasa en mi escalera de Joaquín Sabina) hasta les ponga cachondos. Hay (hablo en serio) hasta quien se siente importante contando que enchufó a fulanito en el Ayuntamiento de su pueblo o en tal administración pública, que desvió fondos en beneficio de menganito o que recalificó tal terreno para que su amigo (¿se dice zutanito?) el constructor del bigote y el puro (perdonen que me ponga arquetípico) pudiera hacer casitas, en la versión más chunga y barriobajera del Monopoly. Qué divertido.

A mí, en todo caso, me gustan las películas de la mafia. Aquellos gángsteres de Scorsese y Coppola. Sobre todo a los últimos, los admiro, pero desde un punto de vista cinematográfico, ya que son lo que se ha dado en llamar la «mafia poética». La que no existe. Por eso me molan. Porque sólo disparan contra los malos y de manera muy limpia. Y, sobre todo, porque no me lo creo. Pero varios escalones más abajo están los que hoy en día se hacen famosos y hasta se vanaglorian de sus hazañas (hasta que pasan por la cárcel, claro, y se les bajan los humos), produciendo en mí la repugnancia más grande que puede inspirar un ser humano. En este grupo están Julián Muñoz (que además de bigote y puro tenía tonadillera) y hasta algún cachondo como, en su día, El Dioni. La caja tonta les hizo famosos, igual que al abogado Rodríguez Menéndez.

Y es que hoy en día, si te lo quieres montar a lo grande en televisión, basta con haber pasado una temporada a la sombra y con traje de rayas. Otra opciones son aparecer en Gran Hermano y sus sucedáneos, hablar mal de alguien, ser muy tonto o acostarte con cualquiera de los anteriores. Por ejemplo.

eesteban@lavozdigital.es