ANÁLISIS

Lo que no tiene nombre

NO quiero ser correcto, y tampoco quiero escribir sobre mi profesión de periodista a base de medias verdades. Fuera alegorías y buenas intenciones a la hora de hablar del llamado circo mediático que se ha instalado en Sevilla tras la muerte de Marta del Castillo. Le tengo escuchado al último director de RTVE de Felipe González que con Franco se hacía mejor televisión. Siempre pensé que era una exageración, pero con el tiempo -todo lo modifica el tiempo- ya no tengo dudas de que es así.

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Resultaré provocador, pero no quiero callarme ante la ceremonia que dicta tanta degollina. Tengo necesidad de levantar la mano y la voz para decir que si lo que hemos visto pasa por ser periodismo, yo me apeo. Soy otra cosa. Reniego de esta profesión si mis compañeros son estos seres apesadumbrados que llenan el plató de familiares, vecinos, amigos, curas, médicos, abogados y policías. No hay límites a la hora de atrapar al pobre y atribulado padre de Marta para preguntarle: «¿Qué haría si tuviera al asesino de su hija delante?». Qué valiente el periodista (?). Me bajo, me apeo, me voy. Reniego, ya digo, de esta exhibición, de esta sumisión a la que nos someten las audiencias, directivos sin alma y contables de la crisis.

Mi profesión tiene algunos inconvenientes, incluso asumo que hemos de convivir con algunas bajezas, pero eso que se ve desde Sevilla no es periodismo. Así no nos ganamos el pan. Porque podemos ser tontos, pero no crueles. Mentirosos, pero no salvajes. Absurdos, pero no olvidadizos. Podemos ser exagerados y también exaltados, pero con límites. Podemos odiar ciertas convenciones, pero con algún criterio. Podemos ser cobardes y reconocerlo. Podemos ser resueltos y sobrados, pero no mentecatos ni insensibles. Podemos buscar la audiencia, pero con algo de esmero y trabajo. Podemos vivir de la mierda, pero no de la desgracia. Podemos oler la fetidez que expele la política, el deporte o la economía, pero no la de la muerte, y menos si busca el negocio de las audiencias. Podemos ser ingratos, pero no avariciosos.

Y podemos y debemos preguntarnos por último, algo tan sencillo como esto: ¿Qué hubiéramos hecho si Marta hubiera sido nuestra hija o nuestra hermana? No es lo peor. Lo peor es cómo se trata a los débiles y desarmados por el dolor y la emoción. Es esto lo que no tiene nombre.