HISTORIA. Un maduro Benito Pérez Galdós en su casa de Madrid. / ALONSO
Sociedad

Letras en penumbra

Metáfora del alma y la muerte, tarjeta de visita de demonios y fantasmas, la sombra siempre ha estado presente en la literatura

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Pocos símbolos conocemos tan ricos en significados como la sombra. La sombra es el misterio y también lo verdadero («dice verdad quien dice sombra», escribió Celan), el espejo de nuestra identidad y la parte de nosotros que menos conocemos. La sombra es la huella del alma humana y también la encarnadura de los fantasmas, un presagio de la muerte y el indeleble compañero de quienes están vivos.

Aliada de los narradores inquietantes y de los poetas hermanados con el misterio, las sombras son el negativo del mundo. Su presencia literaria se remonta a los orígenes. Platón trenzó con ellas el mito de la caverna, el capítulo inicial de toda la filosofía occidental. Ovidio llenó de sombras su Metamorfosis. Esopo dibujó edificantes lobos que se mostraban orgullosos de su sombra. Hamlet arranca con la irrupción de una sombra fantasmal en la explanada del castillo real de Elsinor.

Desde muy jóvenes aprendimos en los libros que sólo los brujos, los endemoniados y los vampiros caminan por el mundo sin la custodia silenciosa de una sombra. Por más enigmática y fría que resulte, perder a nuestra oscura compañera suele ser el presagio de una gran desgracia. El mito del hombre abandonado por su sombra viene de antiguo. En los Märchen germánicos las mujeres que habían matado a uno de sus hijos caminaban por el mundo sin sombra. En los Milagros de Nuestra Señora, Gonzalo de Berceo cuenta la historia del codicioso Teófilo, un hombre que, cegado por el dinero, llegó a vender su sombra al diablo y necesitó de la ayuda de la Virgen para recuperarla.

Recuerdo del Maligno

En muchas tradiciones encontramos la leyenda de una escuela cuyo profesor es el mismísimo diablo y cuyos alumnos pagan una matrícula muy curiosa: al final del curso uno de ellos quedará en poder del demonio. Entre nosotros la academia satánica suele situarse en Salamanca y el protagonista de la historia suele ser Juan de Atarribio, un astuto navarro que terminaría siendo párroco de Goñi.

Desde luego, no es un buen negocio perder la propia sombra. Uno de los casos más conocidos es el de Peter Schlemihl, la criatura que protagoniza la narración más popular del romántico alemán Adelbert von Chamisso. Peter Schlemihl (el apellido en hebreo significa algo así como pardillo) es un individuo apocado, inocente y perseguido por la mala suerte, alguien que puede «romperse la nariz aunque se caiga de espaldas». Incapaz de integrarse en la sociedad, Schlemihl le vende su sombra a un misterioso hombre de gris a cambio de una bolsa mágica que siempre está llena de oro. Paradójicamente, este hecho le hace todavía más desgraciado. Schlemihl, incluso, tiene que olvidarse de conquistar a su amada, ya que su padre le deja muy claro que «ni siquiera a los perros les falta la sombra».

A partir de ese momento el desgraciado Peter intenta recuperar lo que ha perdido, pero el hombre de gris sólo está dispuesto a devolverle la sombra a cambio de su alma. Schlemihl se niega y comienza un fantástico peregrinaje que durante más de un siglo ha hecho las delicias de los niños. La enseñanza que Chamisso quiere transmitir es clara. Lo explica Schlemihl al final del libro: «Si quieres vivir entre los hombres aprende a respetar a tu sombra más que al dinero. Si quieres vivir en completa soledad, entonces tú no necesitas ningún consejo».

Conocedor de la historia de Chamisso, todo apunta a que Hans Christian Andersen se inspiró en él para componer La sombra, un cuento protagonizado por un sabio que se separa amistosamente de su sombra y mantiene con ella una extraña relación de amistad y complicidad intelectual. Andersen compuso este cuento durante una estancia en Nápoles. Cuenta la leyenda que allí alguien se burló de él por ser tan alto y desgarbado. A raíz de eso, el escritor anotó lo siguiente en su diario: «Mi sombra es tan larga que hasta yo mismo termino tropezándome en ella».

También Oscar Wilde utilizó la sombra como metáfora del alma humana. En uno de sus delicados cuentos -El pescador y su alma- describe cómo un joven pescador se enamora de una sirena y trata por todos los medios de desprenderse de su alma para poder estar con ella. Tras muchas pesquisas, será una bruja quien le enseñe el modo de hacer esa operación.

En otras ocasiones, las sombras se esfuman con más facilidad, obedeciendo sus propios instintos. Eso es lo que le ocurría a la sombra del Peter Pan de James Barrie, que tendía a despistar a su dueño e irse por ahí a vivir sus propias aventuras. Fue precisamente siguiendo su rastro como Peter llegó a la casa londinense de los Darling. Una noche la pequeña Wendy Darling descubrió al habitante de Nunca Jamás en su cuarto, llorando. «¿Se te ha despegado la sombra?», le preguntó la niña al ver la sombra de Peter «en el suelo, hecha unos zorros». Entonces sintió «mucha lástima» por aquel niño extraño y decidió buscar aguja e hilo para coserle la sombra al cuerpo.

Además de una metáfora del alma humana, la sombra también ha jugado en la tradición literaria el papel del mal, de la amenaza desconocida que se cierne sobre nuestras vidas. Un ejemplo de esto es el relato Sombra de Edgar Allan Poe. Se trata de un texto breve y apocalíptico que cuenta cómo una enigmática sombra se desliza dentro del palacio de la ciudad de Ptolemáis en el que se estaba velando el cadáver del joven Zoilo con vino y canciones. «Yo soy sombra», dice la presencia al manifestarse, «y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte». La aparición causa el más absoluto horror entre los asistentes. Entendemos su pánico cuando el narrador explica que «el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos».

También Gerard de Nerval y Théophile Gautier escribieron páginas en las que las sombras fueron protagonistas. El primero describió en su Viaje a Oriente una función de karagöz (el teatro de sombras chinescas turco) a la que tuvo la oportunidad de asistir en Constantinopla y que le fascinó por su mezcla de simbolismo, delicadeza y obscenidad. En cuanto a Gautier, uno de sus mejores cuentos, Onuphrius, trata sobre un pintor que lo tiene todo para ser un gran maestro y que termina enloqueciendo por leer libros de magia y misterio.

Cuentos y fantasmas

En Onuphrius Gautier rinde un homenaje al alucinado mundo de E.T.A. Hoffmann, otro experto en seres sin sombra, como demostró en La historia del reflejo perdido. Por su parte, el austriaco Hugo von Hoffmansthal hizo de la sombra la llave maestra de uno de los libretos que escribió para Richard Strauss. Además de dar lugar a una ópera, La mujer sin sombra se publicó en 1919 como novela. Ambientada en el «tiempo de los cuentos de hadas», cuenta la historia de una princesa proveniente del mundo de los espíritus que está casada con un emperador humano. Su origen hace que la mujer no pueda concebir y también que carezca de sombra. Todo se complica cuando llega un terrible aviso desde mundo de los espíritus: si en tres días la emperatriz no consigue hacerse con una sombra, deberá regresar a su reino mágico y su marido se convertirá en piedra.

Algo menos armoniosa y estetizante es La Sombra, una de las primeras novelas de Galdós. Apareció por entregas poco después de La Fontana del Oro y es un curioso híbrido entre el folletín de fantasmas góticos y la novela psicológica. El protagonista es un extravagante personaje que vive entre la fantasía y la indigencia atormentado por un pasado terrible. En su juventud se casó con una mujer hermosa a la que en parte llevó a la tumba con sus obsesiones y miedos. Los celos del protagonista aparecían mezclados con las alucinaciones más inverosímiles y llegaba a ver sombras, a las que interpelaba y de las que incluso obtenía contestación. En esta primeriza novela de Galdós, las sombras son los emisarios de la locura a la que todos estamos expuestos, como nos recuerda ese trozo de oscuridad portátil que llevamos pegado a los pies.