MAR DE LEVA

Pobres

Lo contaba Manuel Ruiz Torres, en una de sus primeras columnas para este periódico. Éramos una ciudad de millonarios. O, más bien, una ciudad de pringadillos que hacían las cuentas de la lechera o las del Gran Capitán y se creían millonarios, a cuenta de la pasta gansa por la que creíamos que íbamos a poder vender nuestros pisos en cuantito se nos antojara, que lo compramos por diez millones allá por el año noventa y ahora, si la cosa se tercia, lo podríamos encasquetar por no menos de cincuenta. Con o sin vistas al mar, la plaza de garaje no incluida. Fue un espejismo que, en el fondo, la inmensa mayoría de todos nosotros nos creíamos, y considerábamos nuestras casas como una especie de hucha de cerdito que estaba ahí para que pudiéramos recurrir a ella para tiempos de capricho o de apuro.

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El espejismo se ha convertido, de golpe y porrazo, en arena desértica y no en vergel con palmeras y huríes y metro de alta velocidad de regreso a la civilización. Ya no somos aquella ciudad de ricos de la que ironizaba el columnista, sino una ciudad de pobres que se hunde y que de pronto, esta semana, parece que se ha dado cuenta, como si los indicios no llevaran ahí delante de nuestras narices no meses, sino años.

Somos pobres y hay mucha gente que vive peligrosamente en el umbral de la pobreza, acosada por las letras y con el fantasma del paro y la recesión a la espalda, como el mono hambriento que nos quita la comida de la leyenda china. Ahí es nada, nosotros siempre mirándonos el ombligo, creyendo que la crisis nos iba a pasar por encima sin despeinarnos, que para eso James Bond se bañó en la Caleta, más moral que el Alcoyano para un sitio donde el tren de la reconversión industrial nos viene arrollando continuamente desde la gran crisis de Astilleros. No logramos levantar cabeza, somos cada vez menos (pero, eso sí, cada vez peor avenidos, a juzgar por lo mucho que se aman y se entienden nuestros representantes políticos), pero aquí paz y luego gloria. Siempre nos quedará la playa y el carnaval. Y el turismo, que es el gran elefante blanco de nuestra economía, aunque el turismo venga con lo puesto y tire de chopped pork en lata y, aunque le entreguemos las llaves de la ciudad y parezca que se gobierna en exclusiva para ellos y no para los que vivimos aquí todo el año, luego es más infiel que los concursantes de Gran Hermano y el año próximo, si tiene pelas (que esa es otra) variará de destino vacacional y de Cádiz si te he visto no me acuerdo.

No debería de extrañarnos, siendo como somos una ciudad que no tiene una red comercial o industrial sobre la que sostenerse: mil centros comerciales (y, sí, bienvenido sea el nuevo que se proyecta si al menos las pantallas de los cines son de mejor calidad que las que sufrimos) lo inconcebible es que sigamos creyendo que todo esto no va con nosotros, que si la crisis se ceba en economías más fuertes nos a respetar por nuestra simpatía y nuestro don de gentes.

Viven muchos gaditanos en la pobreza y la pobreza es un mal que se extiende. Nuestra ciudad hace aguas, y la única solución, lo sabemos también desde hace mucho, es convertirnos en bahía, lo que no quiere decir necesariamente ni secarla ni construir palafitos encima. Pero para ser de verdad una ciudad de ciudades habría que apartar primero personalismos, poltronismos, polémicas inútiles y demás tonterías. Y eso, como dijo Kipling, «Es otra historia. Y peliaguda».