El Obama real
El entusiasmo suscitado por la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca se ha visto parcialmente defraudado en estas semanas tanto por las renuncias de algunos de sus designados para ocupar cargos de máxima responsabilidad en el Gobierno -entre ellos el secretario de Comercio, el republicano Judd Gregg- como por las dificultades a la hora de tramitar su plan económico de emergencia. Las expectativas depositadas en una gestión que ese mismo entusiasmo tendía a anunciar como impoluta, solvente y de resultados inmediatos se han topado con la doble realidad que en política representan los imponderables por un lado y, por el otro, la lentitud derivada de trabajosos acuerdos, en este caso parlamentarios. La impaciencia y el tono un tanto derrotista que el propio Obama imprimió a sus palabras al percatarse de los obstáculos que se anteponían a su plan, indicando que dentro de cuatro años podría verse obligado a ceder su puesto, reflejaron hasta qué punto podía ser también víctima de una valoración excesiva de su propio poder.
Actualizado: GuardarEn las sociedades democráticas, las responsabilidades de gobierno afortunadamente nunca están en manos de personas infalibles u omnipotentes. Además, el poder político es siempre limitado; como lo es en el ámbito de las relaciones internacionales. Pero lo que también resulta evidente es que ni el carisma de Obama ni su talante aseguran la consecución de logros y pactos en un dominio tan plural como la política estadounidense y en un ámbito tan diverso como el que compone la comunidad internacional. Es posible que al descubrir irregularidades en la trayectoria de personas elegidas por el presidente Obama o al comprobar que se ha visto obligado a ceder posiciones para conseguir la aprobación de su plan modificado muchos de sus más entusiastas seguidores se hayan sentido frustrados. Pero probablemente haya sido mejor que el fenómeno Obama descendiera ya a la realidad.