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Matar de hambre
El historiador Michael Jones analiza en 'El sitio de Leningrado' cómo se vivió en la ciudad el cerco del Ejército nazi
Actualizado: GuardarCúpulas de colores, inmensos palacios de estilo neoclásico, arquitectura barroca, catedrales, museos, monumentos erigidos en honor a reyes, poetas, músicos Todo eso era y es una de las Venecias del norte, ciudad como la italiana construida sobre islas unidas por puentes; la ventana de Rusia a Europa, la apuesta por la cultura y los nuevos aires. Pushkin, Dostoievski, Shostakovich. San Petersburgo. Petrogrado. Leningrado. Una de las ciudades que pudo desaparecer durante la Segunda Guerra Mundial, como tantas otras. Y como tantas otras, pudo morir toda su población. La diferencia es que en este caso la consigna del régimen nazi, por escrito y de viva voz, fue «matemos de hambre a todos», hombres, mujeres y niños. A conciencia.
Fue una batalla contra la población civil por dos razones: para desmoralizar a todos los soviéticos y, sobre todo, para exterminar por completo a los bolcheviques. Por eso el Ejército alemán no entró en Leningrado cuando en el verano de 1941 la tuvo a tiro, sino que se limitó a cercar la ciudad, bombardear los almacenes de comida, evitar que llegaran alimentos y esperar a que el hambre, el frío y el miedo hicieran el resto. El asedio, conocido como los 900 días, duró en realidad 872. Y cómo se desarrolló pero básicamente cómo se vivió desde dentro, en las casas, en las calles, lejos de los altos mandos, es lo que narra El sitio de Leningrado, escrito por el historiador Michael Jones y publicado en castellano por Editorial Crítica.
Jones no es Beevor, pero su estilo sigue la misma senda. Como él, ha querido reflejar los testimonios de los civiles. Lo hace a través de diarios, que fueron durante el cerco una manera recurrente de desahogarse y dejar constancia de lo que ocurría; cartas, noticias, despachos oficiales y entrevistas con supervivientes. Juega a su favor que durante años ha sido guía sobre la segunda Gran Guerra en Leningrado y ha encontrado fuentes de primera.
De la violencia de la guerra se ha escrito mucho. De los movimientos de tropas, de la maquinaria de la muerte, los campos, las armas químicas, los grandes éxodos, las grandes figuras. Pero cada vez más se quiere retratar la cara humana y la experiencia personal de la gente en cada conflicto y en el caso de la Segunda Guerra Mundial es una constante. Sobre todo, porque cada vez quedan menos testigos presenciales y es necesario rescatar su memoria ya.
Otro libro de Crítica, Vida y muerte del tercer Reich, de Peter Fritzsche reconstruye la vida cotidiana en el imperio nazi por medio de cartas y diarios personales de los dirigentes, de los ciudadanos e incluso de los judíos perseguidos.
Jones se ha ido a la otra cara, a la zona roja. A una ciudad y su área metropolitana de alrededor de tres millones de habitantes en la que durante el cerco murieron 20.000 personas al día. Las cifras oficiales hablan de 600.000 muertos en ese periodo de asedio, aunque otras fuentes doblan el número. Qué otra cosa podía esperarse cuando la dieta era un trozo de pan de 125 gramos al día, si es que aquello podía ser llamado pan. Los cereales pronto fueron sustituidos por serrín y virutas. No había agua corriente, ni luz, ni calefacción (a 50 grados bajo cero) y no funcionaba el alcantarillado.
Si se llegó a este extremo fue por la falta de previsión de los supuestos mandamases. Hitler se empeñó en matar de hambre con su método científicamente estudiado -un especialista en nutrición concluyó que durante el primer invierno morirían de inanición casi todos-, y Stalin le ayudó con la designación del inepto Voroshilov como defensor de la ciudad. A este hombre Nikita Jrushchov lo llamó «el mayor saco de mierda del Ejército». No fue a mejor cuando lo sustituyeron. En general, los jefes se encargaron de hacer acopio de víveres para sí mismos y de especular con las sobras. Cuando se abrió el «camino de la vida», una peligrosa carretera sobre el hielo que cruzaba el lago Lagoda para llevar suministros a Leningrado, no hubo mejoría para el ciudadano de a pie; cuando intentaron sacar a gente de la ciudad, los mejor alimentados y vestidos fueron los que antes encontraron hueco en los transportes.
Canibalismo
Jones se centra en una experiencia dantesca para dar fuerza a su relato: el canibalismo. No se ha hablado mucho de él, pero no hay duda de que tanto en los campos de concentración como en las ciudades asediadas fue una realidad. En Leningrado, ya durante el primer invierno de cerco, se formaron bandas de criminales que perseguían a la gente por la calle para cortarle un pedazo. Se las comían, sí, pero también hacían negocio poniendo en el mercado negro el resultado de sus cacerías. En enero de 1942 la Policía detuvo a 30 personas por este delito, en febrero a más de 100. Más allá del «crimen organizado», el horror era algo instintivo y familiar. Las madres cocinaban a sus hijos muertos por hambre para alimentar a los supervivientes, y alguna abuela, en pleno delirio, miraba a su nietecita embelesada por «lo gordita que estás».
Cuando llegó el deshielo, las pruebas comenzaron a salir a la luz. Como la gente había estado muriendo en plena calle, miles de cuerpos se amontonaban en la calzada y las aceras. Algunos presentaban signos de haber sido asesinados y comidos, pero la mayoría habían muerto gracias al plan científico de Hitler. No habían tenido fuerzas para llegar a casa. Sus restos, y las basuras de todo tipo, dieron forma a la segunda fase del plan: las epidemias. Tifus y diarreas se abalanzaron sobre quienes conseguían sobrevivir.
Como en cada catástrofe, también hubo quien dio lo mejor de sí mismo. El padre que acompañaba en plena calle a su hija inválida durante los bombardeos, los que se quitaban el pan de la boca para intentar salvar a sus hijos, hombres y mujeres que pese a la debilidad ayudaban a los moribundos a llegar a sus casas, actores y músicos que continuaron ofreciendo arte en los peores momentos, personas que compartían con desconocidos sus últimos víveres, otras que iban buscando a los huérfanos por los apartamentos destruidos para ponerlos a salvo. La poeta Olga Berggolts animaba a la población por la radio con sus versos. Como escribió, «quienes nos enviaron tanta muerte cometieron un error de cálculo. Subestimaron nuestra voraz hambre de vivir».