El intrincado futuro federal de Bruselas
Flandes no admite aún la plena autonomía de la región que ha evitado la división de Bélgica
Actualizado:Bruselas acaba de cumplir veinte años como entidad política independiente y sus primeros responsables parecen tenerlo difícil a la hora de hacer balance. Para Charles Picqué, ministro presidente por tercera vez del territorio federado Bruselas-Capital, que es como el Parlamento flamenco lo designa oficialmente, un mérito incuestionable de la nueva realidad política es haber evitado la división de Bélgica. Y ésta es exactamente la razón por la que los independentistas flamencos trabajan para asfixiarla. De modo que el futuro del territorio federado es, cuando menos, una incógnita aún en este 2009, que todos los actores políticos del reino consideran clave para la nueva vertebración institucional del país.
Fue el 12 de enero de 1989 cuando el Monitor belga (el Diario Oficial) publicó la ley especial que reconocía la existencia de Bruselas como sujeto político autónomo. Era el final de un largo proceso que sus homólogas Flandes y Valonia habían concluido treinta años antes, con la primera reforma del Estado. En 1970, constatada la imposibilidad de definir un modelo federal único para Bélgica, en vista de la confrontación de posiciones que defendían o la federalidad territorial o la consuetudinaria, se optó por superponerlas: el régimen comunitario-lingüístico, promovido por los flamencos, fue de aplicación inmediata y el reino quedó dividido por una frontera lingüística. Las tres regiones (Flandes, Valonia y Bruselas), defendidas por los valones, requirieron más tiempo: la regionalización provisional de 1974, el pacto de Estado de 1977 conocido como de Egmont, la segunda reforma de 1980 que dio forma a las regiones y el estatuto de Bruselas, que no se concretó hasta 1999.
Desde entonces hasta ahora, la nueva región ha intentado consolidarse como valor autónomo en un entorno que le es hostil: designada capital de Flandes por los flamencos, es un territorio esencialmente francófono, constreñido a la sola extensión de sus 19 comunas (ayuntamientos) por las autoridades de Flandes para evitar la contaminación lingüística, es decir, la expansión del francés por territorio neerlandés. La dinámica expansiva propia de toda gran capital está, en el caso de Bruselas, asfixiada por el cinturón lingüístico que la rodea y el debate político se encuentra envenenado por la existencia de un distrito electoral, el que constituyen Bruselas y los cantones de Hal y Vilvorde, conocido como BHV, que los flamencos quieren escindir y que los valones y bruselenses reclaman preservar, como garantía para la población francófona de la periferia, instalada en comunas flamencas. La escisión de BHV es, también, una moneda de cambio en la pugna por la expansión de las lindes de Bruselas, pero los flamencos no ceden un ápice en cuestión de territorialidad.
En realidad, el propio Estado de Bruselas no es percibido, en amplios estratos flamencos, como una realidad política homologable a Flandes o Valonia. La base jurídica que lo instituye es inferior a las que sustentan a las otras dos regiones y su financiación depende del Gobierno federal, cuya solvencia económica está, a su vez, indisolublemente ligada a la de Flandes.
Máquina de hacer dinero
Esta dependencia da lugar a situaciones de subordinación que la clase política local rechaza. Durante las últimas negociaciones para la nueva reforma del Estado que promueven los flamencos y que instauraría en el país un modelo confederal de hecho, los representantes de Bruselas no fueron admitidos como interlocutores legítimos de una realidad política plena por los flamencos, provocando un rechazo desdeñoso de Picqué y los suyos. El problema, si se le puede considerar como tal, es que Bruselas se ha convertido en una máquina de hacer dinero. En 1995, la ciudad se debatía en la penuria económica de resultas de un declive industrial que había dado al traste con sus reductos tradicionales de generación de riqueza. Cuatro décadas de anarquía urbanística y desprecio de los administradores con sus administrados habían acelerado la despoblación.
Hoy, la situación es radicalmente distinta. La ciudad ha ganado 100.000 habitantes y las autoridades acaban de publicar un Plan Estratégico Internacional, cuyas líneas maestras apuntan a la revalorización de la imagen de la ciudad, de su posición en las clasificaciones internacionales, la mejor inserción de las instituciones internacionales en el entramado de la ciudad, el desarrollo del turismo de negocios, de eventos o de congresos, la instalación de empresas de las grandes economías emergentes, etc. Pero las ambiciones de Bruselas dependen de una financiación externa que siempre es raquítica. Los políticos locales recuerdan que la ciudad es responsable de una cuarta parte del Valor Añadido Bruto (VAB) de toda Bélgica, pero que sólo percibe un 8,8% del IRPF recolectado. La confederalidad de Bélgica implicaría ingresos superiores, sólo por el IRPF de los 340.000 flamencos y valones que viajan a diario a la capital para trabajar en ella, de 6.000 millones. La mitad de esa suma acabaría con la penuria financiera de la ciudad.
La ecuación bruselense es demasiado compleja de resolver. Bart de Weber, el flamenco separatista hasta hace pocos meses coaligado con los socialcristianos de Yves Leterme, estima que la capital es el único lugar en el que Bélgica se manifiesta como tal. Y en otros ambientes separatistas flamencos se considera que la suerte de los 100.000 flamencos de Bruselas no debe condicionar la de los 6,5 millones totales. Una historia complicada para resolver sobre una mesa de negociaciones.