Sobre las heridas por arma de fuego
Los avances más importantes en la cirugía se conseguían a través del trabajo y la práctica en los campos de batalla, donde lo más importante era la pericia de los doctores
Actualizado: Guardar«La herida de arma de fuego, es una solución de continuidad hecha por un cuerpo duro y obtuso empujado con violencia por el fusil, pistola o cañón. También las que resultan del salto de las minas». Dº Francisco Puig. Cirujano Mayor de los Ejércitos de su Majestad.1782. Sobre las heridas por arma de fuego.
Los avances más importantes en la cirugía, se conseguían a través del trabajo y la práctica en los campos de batalla. Las heridas recibidas en la guerra debido a los estragos que ocasionaban, obligaba a los cirujanos a actuar improvisando a partir de unas reglas básicas.
Los estudios de cirugía y la mejor instrucción de los doctores supuso solo una base mínima, porque la mayoría de las veces los cirujanos, rodeados de miles de heridos, tenían la necesidad de socorrer con la máxima prontitud y para ello era más beneficioso lo que la experiencia le había aportado.
Todos los ejércitos se veían necesitados de expertos que fueran capaces de salvar y dar los mejores cuidados a esos hombres valientes que en el frente suponían lo mejor para la defensa del Estado. Por eso, además de la prontitud en las primeras curas, debía lograrse la estabilización de la herida, sabiendo prevenir y remediar cualquier problema que pudiera surgir: supuración, renovación de las carnes podridas, fracturas, hemorragias. Para ello observaban la evolución durante los seis días siguientes a la primera cura, teniendo muy en cuenta sobre todo si había un empeoramiento de la misma, cuyos indicios estaban en la falta de sueño o vigilia y en el aumento de la sed del paciente.
Protocolo de actuación
En primer lugar se procedía a la extracción de los cuerpos alojados en la herida, recortando la piel dilatada sobrante. Era muy importante hacerlo cuando fuese absolutamente necesario y evitando los grandes vasos procurando no separar mucho la piel a no ser que esta estuviera muy dañada.
Se continuaba buscando los cuerpos extraños que habían entrado en huesos, músculos y órganos abriéndoles camino para que pudieran salir con facilidad. Para evitar inflamaciones dañinas se procuraba que las incisiones se ajustaran lo más posible a la herida sin profundizar más de la cuenta.
Además se empleaban sangrías tanto para detener este proceso inflamatorio, como para la salida de malos humores o líquidos nocivos.
Parece que coinciden, en que las sangrías no debían ser muy numerosas porque debilitaba el estado general del herido y esa falta de sangre impedía la aparición de nuevas carnes para cubrir la herida.
Uno de los remedios más utilizados, eran las lavativas, purgantes y vomitivos y el consumo de tisanas emolientes. Se pretendía con ello disponer el cuerpo del soldado para que la cura fuera óptima, sobre todo si en las horas anteriores a la herida había realizado una marcha larga forzada o si tenía cargazón de estómago, a veces provocado por la misma pólvora o plomo de los proyectiles alojados en su cuerpo.
Era importante evitar el uso exagerado de ungüentos del mismo modo que limitar el número de curas, no debiendo hacerse más de una cada veinticuatro horas y si la supuración fuera poca incluso reducirla a una cada tres o cuatro días. Así se protegía la escasa humedad de la herida tan necesaria para la regeneración de la piel y no estropear los retoños que se iban formando. Además de evacuar la supuración de la herida, en las curas se recortaba y limpiaba las callosidades o durezas que se formaban alrededor para que no se produjeran fístulas.
Aconsejaban que la persona dedicada a realizar las curas sucesivas fuera siempre la misma con la intención de que supiera la evolución de la herida. Una vez curada, se depositaban finos lienzos y planchuelas sobre ésta prohibiéndose taponar.
Para extraer las balas, perdigones o trozos de tela, botones y coágulos, procuraban hacerlo por el mismo agujero por el que había entrado la materia, pero si la bala u otro objeto habían penetrado bastante se hacía una incisión en la parte opuesta y se empujaba. El instrumento más usado fue la pinza con anillos y los dedos.
En cuanto a las dilataciones, escritos de doctores participantes en la batalla de Trafalgar y pertenecientes al Real Colegio de Cirugía de Cádiz, exponen lo nocivo de abrir sin cautela y provocando graves lesiones. Se aconseja abrir de forma proporcionada a la herida y limitando esta a la piel y la membrana adiposa, introduciéndose a continuación el dedo sin tocar ni los grandes vasos ni los tendones. A más incisión mas gangrena por lo que había que cubrir la herida abierta con aceite de manteca de cerdo caliente.
Si la extracción había sido correcta y la dilatación la adecuada, debía lavarse la herida con una cocción de malvaviscos, hojas de malva y flor de manzanilla, emolientes que sustituyeron al espíritu de vino que favorecía la aparición de la gangrena. Tras esto se cubría con hilas secas a modo de vendaje.
Se purgaba al enfermo con una cocción de tamarindos al que se le añadía nitro o aceite de almendras dulces o de linaza como vomitivo por si hubiera entrado veneno. Y se alimentaban en un primer momento con caldo ligeros en el que la achicoria y la borraja eran las verduras mas aconsejadas. Al cabo de unos días los caldos se hacían más nutritivos con harina de cebada y arroz.
Como medicamentos se usaban el bálsamo samaritano, la trementina mezclada con manteca de cerdo, el cerato de minio con aceite de almendras, y cataplasmas hechas con flores aromáticas, harina y oximel. Sobre las amputaciones decir que tanto el Doctor Andeville como el Doctor Cannar, en sus memorias escritas y ampliamente utilizadas por los cirujanos de los ejércitos españoles, nos describen como los estragos producidos por las armas de fuego incluso con machacamiento de huesos y la penetración del proyectil en las vísceras, no son difíciles de curar y que la maestría conseguida con la práctica había hecho posible salvar miembros de heridos que en un primer momento se hubieran pensado en amputar.
El Dr Boucher, critica la práctica habitual de la mutilación después de los golpes de fuego, insistiendo en el riesgo tan grave que conllevaba, incitando a buscar antes de esta medida otras soluciones. Sin embargo coincide en que había casos en los que el herido estaba condenado a la mutilación, cuando una bala de cañón se hubiera llevado un miembro y estuviera sostenido por un colgajo o tegumento y cuando hubiese una arteria abierta con gran salida de sangre.
Uno de los problemas fundamentales de las heridas por arma de fuego era la aparición de hemorragias. Si provenía de venas se comprimía con hilas y vendaje colocando sobre ellas astringentes como el agarico y los estípticos. Si se trataban de arterias y las medidas anteriores no bastaban se intentaban ligar y aplicar un torniquete.
La calentura, la inflamación y la vigilia eran otras de las consecuencias importantes que asomaban tras una herida. Para la inflamación se usaban emolientes y relajantes, una buena dieta y sangrías.
Cuando la vigilia o falta de sueño se hacía habitual se les hacía beber una emulsión de pepitas de melón con unas gotitas de anodinas y jarabe de adormidera. Si se producían convulsiones se daba untura emoliente en la columna y se les introducía en un baño de aceite común. En cuanto al riesgo de diarreas no motivadas por la disentería se les daba un cocimiento de ruibarbo tostado.
En el momento en que aparecía la gangrena se colocaban cataplasmas hechas con cuatro tipos de harina resolutivas, polvos de plantas aromáticas y semillas carminativas mezclados con vino blanco o tinto añejo. Cuando no era suficiente este remedio, se rociaba quina, aunque el término normal de la gangrena solía ser la amputación.
Hospitales fijos
Era fundamental y así lo recogen testimonios de la época, que los hospitales que atendían a los heridos de guerra fueran fijos. Para ello, ayuntamientos y juntas provinciales pusieron en manos de doctos cirujanos, establecimientos y casas para que se utilizaran como centros de asistencia. Los hospitales ambulantes o llamados de sangre, se situaban a veces en el mismo campo de batalla lo que multiplicaba el riesgo de perder a los heridos caídos en combate.
Los hospitales generales, aunque distantes, sí contaban con salas dedicadas a estos heridos. El traslado a los mismos era altamente peligroso para el enfermo, prefiriendo hacerse su evacuación en andas que en carretones.
En el momento de elegir un recinto para convertir en hospital general, se preferían los lugares donde el aire pudiera salir y entrar con facilidad, los claustros de los conventos regulares fueron los preferidos. En ellos, se habilitaban grandes salas donde hubiese mucha luz natural para realizar las operaciones. Estaba claro que la ventilación era el mejor método para renovar los aires pútridos de estos centros y por ello en vez de tabiques entre las distintas salas, se optaba por simples mantas o telas.
Las salas de los heridos, debían estar separadas entre si lo suficiente como para evitar la expansión de enfermedades contagiosas, caso de la disentería, enfermedad muy normal entre los ejércitos españoles que asociada a alta fiebre, diarreas y ulceraciones en la boca, encontraba en el consumo de agua en mal estado su foco transmisor.
Podríamos concretar los siguientes puntos como los imprescindibles aunque no siempre llevados a cabo: limpieza, separación entre los enfermos atendiendo a su dolencia, cuidado en la colocación de las camas al menos cuatro pies entre estas, vaciado de los servicios dos veces al día y cubrir el suelo con arena que absorbiera cualquier fluido.
Merece mención aparte el trato dado a los cadáveres. Se exigía fueran retirados una vez el cirujano o médico los hubiera revisado. Esta revisión debía hacerse con prontitud para que los vapores que salían de los muertos no contaminaran las salas. Luego colchones y mantas se apartaban y se ventilaban las salas al menos dos días, regando el suelo con abundante vinagre y haciendo sahumerios con flores aromáticas como lavanda, romero y alhucema.
Hospitales de guerra
Aunque el tema merece un artículo aparte, hay que hacer mención de los servicios sanitarios y hospitalarios disponibles durante el conflicto no solo en la atención a los heridos por armas de fuego, también para todos los prisioneros que enfermos y débiles necesitaron de atención sanitaria, tanto en la zona ocupada de nuestra provincia como en la libre, Isla de León y Cádiz.
El Hospital de Chiclana aparece como el ejemplo más claro de la necesidad de contar con un establecimiento sanitario en la zona ocupada. Las tropas francesas mandadas por el general Víctor, acantonadas en el Pinar de los Franceses se encargaban del bloqueo a la Isla y a Cádiz. Actas capitulares del ayuntamiento de Chiclana recogen con asiduidad, las peticiones por parte del Estado Mayor Francés de pertrechar de forma adecuada el hospital que recogía a cientos de soldados heridos franceses y prisioneros españoles. El mismo cabildo pide ayuda a las poblaciones de Vejer y de Conil para hacer frente a las demandas continuas del material que los cirujanos pedían, hilas, camas, colchones. El gasto a la municipalidad de Chiclana era imposible de soportar sobre todo si tenemos en cuenta que a la vez debía atender por obligación a las tropas francesas y al Cuartel General.
En la zona libre en el hospital de San José, en San Fernando, recayó la responsabilidad de atender a los heridos, hasta la apertura en la población de San Carlos del nuevo hospital. Dº Miguel de Armida, regidor, consiguió que se destinaran los arbitrios de propios para sufragar las necesidades de estos establecimientos.
En Cádiz, desde la rendición de la escuadra francesa en la bahía, los presos franceses se ubicaron en pontones flotantes y en el castillo de Santa Catalina atendiendo a su escalafón. Pero el número de heridos que llegaban de todas partes hizo necesario la ampliación del Hospital de la Segunda Aguada. Se recogen en los partes diarios el número de heridos y enfermos por graduación. Oficiales de Marina, oficiales del ejército, tropa de marina, tropa del ejército, marinería y otras clases. La clasificación que de ellos se hace responde al reparto en las distintas salas: Medicina, cirugía, sarna y unciones. Aportando datos sobre los que amanecen en cama, las entradas, las salidas, los muertos y los efectivos en cada momento.