Opinion

Homo exterminator

Una de las cuestiones más inquietantes que hoy en día podemos plantearle a la ciencia antropológica hace referencia a la causa de la desaparición de las diferentes ramas de homínidos que durante algunos miles de años cohabitaron con el Homo Sapiens, es decir, con aquellos que vendrían a ser como nuestros primeros abuelos.

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Nuestra estirpe, de complexión más débil y, a causa de su tardía aparición, menos numerosa, debería haber sido en buena lógica la condenada a desaparecer frente a la presión de los fornidos y antiguos Erectus, o a la de los más modernos pero no menos fieros hombres de Neardental, Flores o Heidelberg, con los que, entre errabundos movimientos migratorios y diferentes tipos de catástrofes, competimos por la tierra y el alimento durante unos cuantos miles de años.

Los antropólogos, de la misma manera que un tribunal no puede condenar a un presunto criminal sin pruebas, no han encontrado hasta el momento evidencias que demuestren que fuésemos nosotros, los Sapiens, los autores de la masacre sistemática de estas otras especies Homo. O sea, que en el actual registro fósil no aparece huella alguna que permita establecer la existencia de tal tipo de crimen, por lo que en la reconstrucción de la epopeya prehistórica se suelen utilizar eufemismos tales como «competencia» o «presión biológica» en lugar de hablar abiertamente de exterminio. Pero en muchas ocasiones esos mismos jueces que no pueden condenar por falta de pruebas, sí que manifiestan su convencimiento moral de que quien se sienta en el banquillo fue el autor del homicidio.

En el asunto que nos ocupa resulta difícil, si no imposible, sustraerse a ese mismo convencimiento tras la larga serie de horrores que los seres humanos hemos protagonizado en los diferentes periodos históricos, de los que en este caso sí, poseemos sobradas evidencias. Nos consolamos ante tales atrocidades con el manido argumento de la distancia, ya sea ésta en el espacio o en el tiempo.

Solemos echar mano de los conocidos atenuantes de que tuvieron lugar en remotas épocas de barbarie (eludimos así cualquier responsabilidad en los grandes holocaustos) o en escenarios muy distantes al nuestro (generalmente atribuibles a pueblos anclados en un ancestral primitivismo). Pero, en los últimos tiempos, esas excusas que hasta cierto punto incluso valían para escurrir el bulto de la locura hitleriana o la orgía asesina de los Grandes Lagos, se nos han caído por su peso tras el último y sangriento espectáculo balcánico.

Perdimos poco a poco la cresta sagital y fuimos labramos los afilados colmillos hasta darles delicada forma de diamantes, aunque en ese mismo proceso acabamos desarrollando una refinada inteligencia que, con la ayuda del lenguaje, nos permitió elaborar una cultura también muy elaborada pero que, lastrada por una concepción animal de la propiedad muy ligada a la supervivencia, no logró borrar de nuestros genes el regusto por la sangre y la aniquilación sistemática de cualquier clase de competidores, sobre todo de aquellos hermanastros que representaban para nosotros la más seria amenaza.

Ahora nos escandalizamos tanto ante la brutalidad represora de la maquinaria de guerra del ejército de Israel, como ante el fanatismo de los guerrilleros de Hezbolá en el vergonzoso espectáculo de un conflicto cimentado sobre la delirante negación la existencia del otro. Escandalizarse ante eso, lejos de ser reprobable, supone en nuestra conciencia civilizada el destello de cierta esperanza, pero siempre que la repugnancia que ello despierte en nosotros no nos haga olvidar que en los aminoácidos de nuestro ADN todos llevamos inscritos el código brutal del recurso al exterminio. Sólo conociéndonos y aceptando nuestra poderosa raíz bestial podremos encontrar, llegado el crítico momento, la forma de poder aplacarla con el antídoto de la razón y la palabra.