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UNA FÁBULA

Peligro indefinido

Imaginen una obra. O miren por su ventana, que media provincia está con las máquinas en las calles y las zanjas al aire. Sus vallas, sus excavadoras que silban cuando dan marcha atrás, sus operarios a chalecos brillantes y cascos pardos, sus camiones impacientes: su ruido, su enorme ruido a la hora de la siesta o con la amanecida.

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Cada obra es un gran peligro. No lo digo yo, ciudadano paciente que espera que esos agujeros sean algún día párking o rieles de tranvía; lo dice la ley, que exige decenas de medidas de seguridad, cada una con su pertinente cartel de advertencia. Que si el casco, que si cuidado con los resbalones, que si atención a las caídas, que si maquinaria pesada. Todo, muy bien avisado para que cualquiera que se adentre en una zona de obras sepa dónde se está metiendo. ¿Las molestias? Bueno, nos dicen que cuando terminen, tendremos una ciudad mejor.

Algo así como nos está ocurriendo con esta recesión oficialmente confirmada que padecemos. Nos aseguraron que el paro crecería a niveles gigantescos y en ello andan las empresas, en proporcionar desempleados a puñados (a millones en España, a decenas de miles en Cádiz). Nos alertaron de que el consumo se frenaría y ni siquiera en la pasada Navidad las ventas de pequeños comercios y superficies respondieron como acostumbran. Nos auguraron que conseguir un préstamo sería una ambición estúpida y se nos ha quedado cara de tontos. Así, hasta decenas de avisos como decenas de carteles pueblan los contornos de una obra. De pronto, uno camina entre el estruendo de las palas mecánicas y se topa con un cartel que reza: «Peligro indefinido» (existe, lo juro). Que es el mayor de los peligros: el que no se ve (al igual que en las buenas películas de terror), el que no sabemos cómo nos golpeará aunque llevemos el casco. Porque no hay nada peor que no saber de qué se tiene miedo.