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LA TRINCHERA

Orgullo miope

DANIEL PÉREZ
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Mucho me temo que los cegatos somos una especie en peligro de extinción. Cada día crece el número de disidentes que se apuntan a la moda de operarse las dioptrías, a pesar de la cara de topito despistado que se te queda -por lo menos al principio-. En internet, un grupo de miopes orgullosos está reivindicando su derecho a no ver un pijo, que es una forma como otra cualquiera de perder el tiempo, aunque apuntan un curioso debate de fondo que ya ha saltado a las altas esferas académicas. Dicen los cortitos de vista que renucian, conscientemente, a ser perfectos. Y que le tienen cariño a su tara, de la misma manera que uno puede acabar enamorado de sus cicatrices. En el fondo, afirman, las gafas son una prótesis algo incómoda a la que tienen asociados malos y buenos momentos, anecdóticos o fundamentales, pero que han contribuido a determinarlos como personas. Los que nos calzamos con desgana los cristales antes de lucir pelusilla en el bigote no podemos menos que entenderlos.

Es verdad que compartimos, en cierta forma, un destino parejo; que sabemos lo que es cargar sobre la nariz infantil con un armatoste que te limitaba -y mucho- a la hora de relacionarte con el mundo, y que vimos cómo el rostro nos crecía hasta amoldarse, finalmente, a las gafas, y no al revés. También lo es que sin ellas nos sentimos raros, frágiles, desnudos. Puede que no llevar en la cara más que nuestra ridícula expresión sea más práctico o más estético, pero enterrar, de buenas a primeras, esas compañeras de viaje en un cajón tiene algo de negación de aquel miope que fuimos.

Y, a estas alturas de la película, mejor ciego que renegado.