Pintor de la viña jerezana
Hace unas pocas semanas y gracias a la mediación de un amigo común, llegó a mis manos el catálogo anunciador de la muestra pictórica en la que Pepe Basto exponía sus últimas creaciones. Era un díptico en papel couché de sencilla pero cuidada maquetacion en el que el pintor hacía una selección de su obra más reciente y el que nada más contemplar su portadilla y deparar en su interior despertaba el interés que suscita todo artista en evolución. La profusión de color y la magia de los climas que este pintor es capaz de crear estimulaba nuestra afición haciéndonos tomar la decisión de visitarlo.
Actualizado:Como todo buen artista, Pepe Basto dimana -sin saberlo- ése halo de magia que tanto subyuga a las personas sensibles a las bellas artes.
Era una soleada mañana de sábado de ésas en la que da gusto pasear por Jerez. A la ilusión que suponía ver una exposición se sumaba el espacio en el que había sido colgada, lugar en el que a mediados del siglo pasado existió una fragua en la que otras manos artesanas hacían arte modelando el hierro a base de dominar las fuerzas de la naturaleza: el aire, el fuego, el agua. Y hasta allí condujimos nuestros pasos.
La sala
La sala bien iluminada conservaba el antiguo hueco del portón por donde antaño entraban los carros a repararse. Los techos a una sola agua estaban armados por un forjado de viguería de Flandes, sobre las que unas bien escantilladas alfajías soportaban al ladrillo de portabla. Arcos de medio punto y pilares labrados en sillares de cantería restaurados con primor contrastaban con los blancos paramentos, en donde las telas perfectamente colgadas cobraban su verdadero protagonismo.
Nació este Jerezano allá por los primeros años de los cincuenta, comenzando a trabajar desde edad muy temprana en diversas actividades y oficios. A los catorce años empezó como aprendiz en el estudio del pintor Paco Toro con el que estuvo varios años, para a los dieciocho pasar a formar tandem con su contemporáneo Juan Ángel González de la Calle con el que abrió un estudio en la Calle San Agustín, trasladándose a otro mayor en la Calle Lechera. Durante aquella época se hicieron muy populares pues se adentraron en el tejido social y artístico de Jerez haciendo todo tipo de pintura, sobre todo la que por encargo demandaba nuestra querida ciudad.
Separación
Pasados los años, los dos pintores se separaron e independizaron para hacer cada uno su pintura, trasladándose nuestro artista a la costera población de Rota, en donde permaneció durante un buen número de años y en cuyas orillas continuó haciendo pintura de encargo, la que fue alternando con otra ribereña y marinera del muelle roteño, pintando sobre sus barcos, la lonja del pescado
En este tiempo de continuos viajes, Pepe Basto nunca olvidó la campiña de Jerez y su comarca, sobre todo las suaves lomas de sus viñas, las que a su paso de Jerez a Rota flanquean de líneos la carretera impregnando la mente fotográfica del artista que ha llegado a conocer a la perfección sus luces y sus sombras, la gama de verdes primaverales, o los sienas otoñales sobre la albariza, el lubrican de sus atardeceres y las brumas de sus amaneceres que nadie como el ha sabido captar y plasmar en sus lienzos.
La viña
Porque si Jerez tuvo el pintor de las uvas en Padilla o el de los patios en Montenegro o en Ramírez al del toro y los encierros, en Pepe Basto tenemos al pintor de la viña en todas sus estaciones, faenas y labores. Como decimos, creador sin igual de unas bellísimas atmósferas cuya riquísima paleta nos hace ver que la albariza, fiel espejo en donde la viña resplandece es blanca, el cielo es ultramar y los sarmientos garanza.
Proveniente del impresionismo, Pepe Basto ya es mucho más que esto. Su evolución y madurez pictórica lo ha hecho abandonar ese estilo llevándonos con su pincelada suelta, intensa, jugosa y valiente a una conclusión expresionista donde el artista liberado de ataduras se muestra como es en la actualidad; un pintor maduro que extiende al lienzo su paz y equilibrio haciéndonos llegar todo un cúmulo de experiencias artísticas, las que el tiempo de observación afición y oficio les han hecho albergar y que ahora nos trasmite prácticamente sin querer.
Una vez que atravesamos el umbral de la sala, ésta nos recibía diáfana plena de claridad por la luz cenital que a plomo caía de las claraboyas. Era la hora de la concordia y el oloroso. Allí departimos un tiempo con el profesor Francisco Flores y con su esposa, la doctora Mercedes Monje, amigos comunes del pintor, cuya original personalidad se veía fortalecida al estar rodeado de su obra y la de los amigos que la disfrutábamos en esos momentos.