doloroso estruendo
Tras la derrota electoral de marzo de 2008, Rajoy cayó inmediatamente en la cuenta de que la batalla más importante que debía lidiar quedaba confinada a los límites de su propio partido. El asunto del supuesto espionaje en la Comunidad Autónoma de Madrid certifica el augurio del líder popular.
Actualizado: GuardarEl espionaje político ha venido siendo utilizado de forma sistemática, si bien la mayoría de las veces desapercibida, por buena parte de los gobiernos del mundo. Algunos precedentes especialmente sobresalientes han sido el 'caso Dreyfus', la inquisitorial labor del FBI de Edgar Hoover, la purga política del senador McCarthy o el Watergate de Nixon, quien consciente de las repercusiones de sus acciones, optó por dimitir antes de que el Senado estadounidense confirmase su destitución. Al Estado jurídico-formal siempre le han acompañado unas estructuras políticas paralelas a menudo opacas.
Sin embargo, también la confrontación política tiene sus propias reglas. Quien se deslinda de ellas, también lo hace de la democracia. Cuando el presunto espionaje se reviste de cainismo político, el resultado resulta mucho más dañino y demoledor para quien lo sufre, un partido maltrecho con un liderazgo cuestionado desde hace tiempo. Porque este asunto no puede desvincularse de la auténtica cuestión de fondo que late en todo ello: la lucha por el poder en el seno del PP y la carrera por la sucesión política. Dos son los contendientes, aquellos cuyo poder en las urnas aún resulta evidente en un feudo incuestionable como Madrid. Ninguno de ellos, claro está, es Rajoy. El todavía líder de los populares se sabe ya árbitro de un partido que no juega.
Una formación unida y cohesionada estaría en estos momentos sacando rédito de la muy difícil situación económica del país. Sin embargo, el faccionalismo de los conservadores españoles les obliga a la resolución de otras tareas más inminentes. Sea cual sea el resultado de las investigaciones, la credibilidad del partido y, especialmente de algunos de sus dirigentes, ha quedado en evidencia. El daño de cara a la opinión pública es incuestionable. Ese ruidito de fondo, al que aludía Cristóbal Montoro recientemente, puede convertirse en doloroso estruendo y hasta hecatombe de cara a las futuras citas electorales si las energías no se reorientan a la búsqueda de la unidad.