Hollywood ya lo sabía
La industria audiovisual estadounidense domina el mercado mundial y sus películas ya contaban el cambio de estilo
Actualizado:Una vez Barack Hussein Obama ha tomado posesión de su cargo como 44 presidente de los Estados Unidos, no sólo ha cumplido el segundo trámite de su particular cita con la Historia, sino que ha dado el pistoletazo de salida a la que se presume como una de las legislaturas más comprometidas de este siglo para un inquilino del Despacho oval. La crisis económica, los violentos coletazos de las guerras en Irak y Afganistán, o la cuasi obligatoria necesidad de llevar a buen puerto algunas de las más arriesgadas promesas de su campaña electoral, puede que empañen otras realidades que podrían calificarse de frívolas en tiempos de penuria, pero que suelen servir como termómetro del estado de salud de una nación. Me refiero, qué duda cabe, al mundo de la cultura y muy especialmente a sus distintas manifestaciones en el terreno audiovisual.
Quienes consideran la elección de Barack Obama como un exotismo histórico, o como un error que el tiempo y el buen juicio de la plebe deberían corregir, no han sido capaces de interpretar los vientos de cambio que agitan Hollywood, ni han sospechado hasta qué punto podía ser premonitoria la progresión geométrica de la influencia de las comunidades negra y latina en la capital mundial de la ficción. Rebobinemos. En 1927, Al Jolson se teñía la cara para interpretar a un hombre de color en El cantor de jazz. En 1939 Hattie MacDaniel recogía el primer Oscar a una actriz de raza negra por su interpretación de una esclava en Lo que el viento se llevó.
En la década de los 60, Sidney Poitier comenzaba a remover conciencias con sus papeles protagonistas en cintas comprometidas como Adivina quién viene a cenar esta noche. Salto en la Historia (perdónenme la pirueta y algunos fallos de raccord). En 2001, Halle Berry y Denzel Washington se alzaban con sendas estatuillas confirmando que el color de la piel había dejado de ser una barrera para el reconocimiento de la industria y que el público ya no valoraba las interpretaciones en aplicación de una tesis racial.
Y llegamos a 2008, año en el que Will Smith ha destronado a toda la monarquía blanca para convertirse en el más rentable Rey Midas de Hollywood, por encima de otras máquinas registradoras como Matt Damon y Tom Cruise. Si a esto le sumamos la creciente y variada presencia de intérpretes de raza negra (véase a Dennis Haysbert como presidente de los EE UU en 24) protagonizando títulos alejados de las tópicas comedias popularizadas en las dos últimas décadas por Eddie Murphy, Whoopi Goldberg o Chris Rock, tenemos razones para sospechar que el triunfo de Obama no es fruto de un simple calentón electoral.
Tampoco conviene olvidarse de la nada despreciable presencia latina en la Meca del cine (qué decir de Robert Rodríguez, Penélope Cruz, Guillermo del Toro o Javier Bardem), ni subestimar la casi unánime apuesta del star-system (exceptuando a Chuck Norris y Sylvester Stallone) en favor del candidato negro como sucesor de Bush.
La despedida de Hollywood al ya ex presidente George Bush, que durante los últimos ocho años ha vivido bajo el azote constante, aunque estéril, del pertinaz Michael Moore (Fahrenheit 9/11), llegará a España con el eco sonoro del monumental bofetón cinematográfico que le acaba de propinar Oliver Stone, autor de un polémico biopic (W.), protagonizado por Josh Brolin (George) y Elizabeth Banks (Laura), en el que se relatan los excesos que han marcado la carrera del primogénito de la familia Bush.
El futuro e internet
El presente de la industria audiovisual estadounidense está lleno de certezas, y de cuentas de resultados que nos hablan del retroceso de las cinematografías europeas (quizá pueda salvarse Francia como ejemplo perenne de la excepción cultural) ante el avance imparable del cine con marcado acento inglés; pero sobre el futuro planea un halo de incertidumbre cuyos derroteros son difíciles de predecir. En el muy corto plazo parece claro que no se van a producir cambios significativos en los modelos clásicos de producción y exhibición, pero como ya ocurriera en los años 50 (entonces para hacer frente a la competencia del televisor) se valora seriamente la posibilidad de introducir elementos que estimulen las experiencia sensitiva del espectador.
Ya sea en forma de un nuevo y sofisticado odorama (Sony patentó una versión del invento tres años atrás) o mediante una evolución de los sistemas de proyección en 3D (el tan cacareado Real 3D), parece evidente que los cambios terminarán por llegar, aunque la crisis ha echado el freno a las ambiciones de los grandes estudios que necesitan el beneplácito (y los dólares) de los exhibidores para poder avanzar.
Hasta el momento películas como Bolt, Viaje al centro de la Tierra o Beowulf ya se han adornado con los últimos avances en tecnología digital, a pesar de que ni en los Estados Unidos, ni mucho menos en Europa (qué decir de nuestro país), existen salas con el equipamiento suficiente como para rentabilizar la inversión. Por no hablar de que este tipo de películas tiende a sacrificar las virtudes del lenguaje cinematográfico para centrarse en epatar las retinas del espectador.
El cine tal y como lo conocemos parece que está condenado a desaparecer (el tiempo acabará dándole a Peter Greenaway la razón), pero en su metamorfosis nos estamos acercando a un punto en el que la tecnología, y sobre todo internet, va a terminar desempeñando un papel fundamental.
Puede parecer un dato irrelevante, aunque no es fruto del azar, el hecho de que la campaña presidencial de Obama haya desarrollado sus potencialidades haciendo uso de internet -¿conocen el blog del candidato? ¿o a la chica Obama en YouTube?- lo cual entronca con una realidad a la que ya se está enfrentando la industria cinematográfica: la cristalización definitiva de un nuevo modelo de espectador.
Puede que el perfil medio del cinéfilo dispuesto a consumir cine distribuido a través de la Red coincida plenamente con el del pirata que prefiere un Divx a la copia en 35mm que se sirve en una sala tradicional, pero a nadie se le escapa que el porcentaje de usuarios capaces de manejarse con algo más que soltura a los mandos de un ordenador crece exponencialmente a un ritmo que pronostica que la distribución de contenidos audiovisuales en línea está llegando a su fase de madurez.
La firma de un pionero acuerdo entre las casas Disney y Apple (Steve Jobs es socio fundador de Pixar y el máximo accionista de los estudios de animación) para la distribución de títulos a través de Itunes Store sonaba a golpe de efecto cuando se produjo en 2006, pero hoy en día casi todas las majors manejan esta u otras iniciativas análogas para sacar sus catálogos a la luz. En el fondo todas las partes están condenadas a entenderse. A casi nadie le convence un formato de almacenamiento físico, así que, o mucho cambian las tornas (en forma de un drástico recorte de precios), o los arqueólogos del futuro catalogarán el DVD como el último gran soporte óptico de esta nueva civilización.
La industria de los videojuegos ya está asimilando el cambio, así que el cine, tarde o temprano, terminará por sucumbir.
Sólo falta un empujoncito para que los grandes títulos terminen estrenándose directamente en internet.