Pacino sólo ha dejado que un periodista, su amigo Lawrence Grubel, le entreviste a fondo. / REUTERS
Cultura

Pacino da la cara

La relación de las estrellas de cine y los periodistas se basa en la desconfianza mutua. Los actores sólo se ponen ante una grabadora en periodo promocional, cuando toca vender una película. Están obligados por contrato. Los contados plumillas a los que se les concede el honor de una entrevista saben que deben limitarse a las preguntas de costumbre: qué le llevó a aceptar el papel, cómo fue el rodaje y los maravillosos compañeros... A veces, hasta consienten en firmar un documento comprometiéndose a no tocar su vida privada.

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Lawrence Grobel entrevistó a Al Pacino por primera vez en 1979. Y se hicieron amigos. Juegan al pádel cada semana y sus familias pasan las vacaciones juntas. Es el único periodista con el que el actor, alérgico a los micrófonos, se ha sincerado a lo largo de los años. Grobel, redactor jefe de Playboy y colaborador de The New York Times y Rolling Stone, ha recopilado sus encuentros en Conversaciones con Al Pacino (Ed. Verticales de Bolsillo, 8 T). Lo más parecido a las memorias que el protagonista de El padrino nunca escribirá.

El tono admirativo de Grubel no le impide mostrarse inquisitivo con la impertinencia que concede la amistad. Pacino -«un actor de teatro que en segundo lugar es un actor de cine y, por casualidad, una estrella»- creció compartiendo las tres habitaciones de un piso del Bronx con otras nueve personas. Su padre abandonó a la familia cuando era un bebé. A los once años fumaba marihuana; a los trece bebía como un adulto. Trabajó de mensajero, vendedor, cajero de supermercado, repartidor de diarios, recadero, limpiazapatos, transportista de muebles -«mi trabajo más duro»- y acomodador.

Jugador de béisbol

«Mi abuelo me educó. Nunca me alzó la mano», recuerda Pacino. «Él sabía que yo tenía madera de actor porque me fascinaba oír sus historias sobre cómo era Nueva York a comienzos de siglo. Mi abuelo era el sostén de la familia, lo que más disfrutaba en la vida era el trabajo. De manera que crecí teniendo cierta relación con el trabajo, ha sido algo que siempre he buscado». A pesar de haber sido un niño travieso en la escuela -llegó a estar en una clase para alumnos con problemas emocionales-, en el instituto fue elegido como el estudiante con más posibilidades de triunfar por su talento.

Soñaba con ser jugador de béisbol, pero adoraba a James Dean. La primera vez que se presentó al Actors Studio dirigido por Lee Strasberg le rechazaron, pero no se amilanó. Le aburrían las técnicas del Método. «¿Qué puede enseñarme Stanislavsky? Él es ruso y yo del Bronx».

Cuatro años después, la mítica academia de interpretación no sólo le aceptó, sino que le prestó dinero para pagar el alquiler. «Brando nunca le ha dado ningún reconocimiento a Strasberg, pero yo le estaré eternamente agradecido».

Pacino tenía 31 años cuando llamó la atención por su papel de yonqui en Pánico en Needle Park. Reconoce que la primera vez que vio la película estaba borracho. En esa época se encontraba «nadando, tratando de salir del agua». «Era como si tuviera las lentes empañadas, los limpiaparabrisas no me funcionaban». Sin embargo, jura que jamás tomó otras drogas. «Nunca me interesaron, porque veía lo que le hacían a la gente». Su vida cambió para siempre cuando Coppola se enfrentó a la Paramount para imponer a un actor relativamente desconocido en el rol de Michael Corleone. Brando aparecía en pantalla menos que él, y sin embargo se llevó el Oscar, así que Pacino no aplaudió en la gala cuando Joel Grey le arrebató la estatuilla por Cabaret.

El mito se cimentó gracias a una serie de memorables interpretaciones: Tarde de perros, A la caza... Para dar vida a Tony Montana en El precio del poder, recibió clases de combate a cuchillo. El narco es uno de los personajes favoritos del actor.

Pacino sigue viviendo en Nueva York, amando a Shakespeare sobre todas las cosas y disfrutando de sus gemelos de ocho años. Asume que su carrera languidece -«intentar redimir a Michael Corleone en El padrino III fue un error mayúsculo»- y hasta se ha comprado una mansión en Los Ángeles para pasar temporadas cuando no está en su adorado Manhattan. Sigue resistiéndose a encasillarse. Buscando. «Últimamente vivo en un vacío. Es como el chiste de John Wayne haciendo de Hamlet. Cuando acaba la obra, el público le abuchea. Él se acerca a las candilejas, los mira y dice: '¿Y qué queríais? Yo no he escrito esta mierda'».