EL CINE. Samuel L. Jackson saluda de forma afectuosa a Dustin Hoffman. / AP
MUNDO

La ilusión toma la escalinata del Capitolio

Una multitud recibe a Obama entre el fervor y la esperanza en un día histórico para el país

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A cinco grados bajo cero y a la intemperie, ayer no era día para estrellas, pero el oscarizado Denzel Washington estaba allí de pie, hierático e impasible frente a los escalones del Capitolio. Era como si no se lo pudiera creer.

Muchos habían predicho que este día no llegaría. Algunos, los cínicos a los que Obama desafió con su campaña del optimismo y la esperanza, convencidos de que EE UU no votaría por un hombre negro. Otros, de que lo matarían antes de llegar a la Casa Blanca. A estos también los desafió ayer Obama, cuando se bajó de la limusina al descubierto, sin urna blindada ni cristales antibalas, para saludar a la multitud desde la calle en el último trayecto del desfile que le llevó hasta el 1.400 de la Avenida Pensilvania. Eso sí, no quiso arriesgar la vida de sus hijas, que se quedaron en el coche, y se lanzó al peligro de la mano de su esposa, que le ha acompañado activamente en su aventura política.

Con el chicle en la boca pero sin articular palabra, el actor de Hollywood no pudo ni evaluar el discurso que acababa de oír: «No es momento para las palabras, sino para la acción», sentenció grandilocuente. Detrás de él, el rapero Puff Daddy Sean Combs, engalanado con abrigo negro y pendiente en la oreja, con el que de vez se en cuando se cogía la mano como los negros de pantalón caído a los que critica Obama.

«Le voy a decir una cosa que le escuché ayer recitar a un niño», insistía la mujer del gobernador sin que Washington le prestara la menor atención. «Martin Luther King caminó para que Barack Obama pudiera correr de forma que nuestras generaciones futuras puedan volar. ¿Verdad que es bonito?».

Nada, ni caso. Los negros que presenciaban ayer extasiados el discurso de Obama en el área VIP del Capitolio no estaban de humor para cursiladas. Tres filas más atrás, otro rapero, JayZ, hacía coros espontáneamente con Beyoncé como si fueran dos quinceañeros en una excursión. Y aún en zona más privilegiada, detrás del balcón un grupo de notables irrumpía continuamente en aplausos y consignas de Obama «como si esto fuera un partido de fútbol», protestó con gravedad un invitado.

Nada tenía el tono de exclusividad de otras juras presidenciales, en un día en el que «por fin hemos logrado ser el país que siempre debimos ser», dijo otra leyenda de color, el cantante Smokey Robinso.

Adiós a Bush

Y aunque parezca mentira, si alguien logró robarle protagonismo a la nueva estrella política que habita en la casa Blanca fue su predecesor, al que la masa cantó Good Bye, y estalló en aleluyas cuando al fin vio partir su helicóptero. «Sííí, eso, vete a Crawford y no salgas más de ahí», gritaba Bill Williams, un invitado más al que el resto coreó encantado. «No me puedo creer que hemos tenido a este imbécil ocho años», decía. «¿Y no sé cómo pero le hemos sobrevivido», apoyaba alguien más.

Angela Lewis intentaba ser más positiva, desde la ironía. «Bueno, no os pongáis así, que si no llega a ser tan malo este país nunca hubiera elegido a un presidente negro», bromeaba.

A poca distancia Jack Bareilles, un profesor de Historia, sonreía sin poder disimularlo. Buscaba frases más legendarias que dejar en la memoria de los 120 alumnos que se había traído desde un colegio de California, gracias a la generosidad de la senadora Dianne Feinstein, que con las prerrogativas de ser presidenta del comité de inauguración les dio entradas a todos. «Les he traído para que por fin puedan creer en alguien, y Obama no nos ha decepcionado: esa llamada al servicio que le ha hecho al país se quedará en su memoria y con suerte les conducirá hasta causas mayores que ellos mismos».