Mano a mano; palabra y emoción
El gran torero castellano Domingo Ortega ha sido a mi gusto quien mejor ha sabido explicar el concepto del toreo. Hablaba como toreaba: pausado, dominador, seco y algo rudo. Fue por su claridad del pensamiento a la palabra, el gran filósofo del toreo, pues ésta era tan lúcida como su creación del pensamiento a su muleta.
Actualizado:Ese brote emocionante lo viví y, más aún, lo sentí, el pasado viernes 12 de diciembre, en el pensamiento y la palabra de Rafael de Paula, el cual, llevado por su personal concepto clásico-barroco, nos emocionó sobremanera. Acudió Rafael a la llamada y petición de la santiaguera Peña Los Juncales, para que él mismo le impusiese el insigne Junco de Oro a la genial bailaora trianera Manuela Carrasco, cuya faz bien me pareció sacada de la mismísima exposición bodeguera de los pinceles de Julio Romero de Torres, con esa estampa racial y seductora de arrebato y salvajismo.
El perfil, su perfil, nos dice sin decir todo el sentir flamenco de sus genes, esculpido a fuego lento con el sol quemando su cetrino rostro y todas las lunas imaginables clandestinas en su cabello azabache. Se daba, pues, un mano a mano entre el toreo y el flamenco, pero no cualquier toreo ni cualquier flamenco, sino la pura esencia de uno y la temperamental raíz del otro. En un improvisado crisol bodeguero donde se aposentan y duermen los buenos vinos, volvió Rafael de Paula entre palabras, pausas y silencios.
Y no para explicar su misterio, pues eso Rafael no podría, sino para torear con el misterio que sólo él sabría. De hecho, pienso que el gran fracaso del artista es intentar explicar su misterio, pues ahí se pierde tanto su moral como su razón. Pocas veces encuentra Rafael conjunción entre el pensamiento y la palabra, pues suele divagar entre titubeos de nubes y aspiraciones de humo. Pero aquella noche, se encontró, como en sus grandes tardes. Así, Rafael dio paso alante con sus maltrechas rodillas para dar firmeza y majestuosidad a su pensamiento. El arte es pensamiento en conmoción, sentenciaba Miguel de Unamuno, y eso mismo nos dio la propia idiosincrasia de Rafael.