Un diamante abierto en canal
Asomada al tajo que la vio nacer, Ronda sigue deslumbrando cinco siglos después de que los Reyes Católicos arrebataran la plaza protegía la ruta a Granada
Actualizado: GuardarToros y bandoleros. Y un tajo de 98 metros de altura que separa el siglo XVIII del parador, la oficina de turismo, las barras atestadas de tapas y botellas de González Byass y Montilla-Moriles. Una postal, la de una ciudad asomada a un cañón por donde discurre un río diminuto que se precipita tumultuoso hasta un valle que le dicen de los Molinos. Y fachadas barrocas, y renacentistas, y jardines asomados al abismo, apoyados en plazas ribeteadas de geranios y fuentes que derraman su agua sobre el pretil con la exactitud de un diapasón, como si marcaran la hora. Ronda reúne todos los ingredientes de la España cañí, de la crónica del Carrusel Deportivo derramándose por la calle, de la partida que sella la sobremesa, del campanario llamando a la misa de siete. De todo eso y mucho más, y quizá porque es así desde mucho antes de que se inventaran el turismo, los adosados y las prisas, tiene la cualidad de parecer... auténtica.
Ronda sorprende al viajero que llega hasta el collado después de dejar atrás una carretera plagada de curvas que serpentea por la serranía dejando a un lado precipicios insondables, pueblecitos blancos de aire morisco y bosques frondosos que parecen más propios de un viaje por la cornisa cantábrica. Conforme queda atrás Algeciras, la carretera va cobrando altura hasta adentrarse en el reino de las nieblas eternas, mientras el coche va dejando a un lado pequeños núcleos de reminiscencias árabes como Algatocín, Benadalid o Gaucín, la cuna de Almanzor, entre yacimientos rupestres y gargantas que se hunden en la tierra, como si el río que se ha ido abriendo camino en la roca hubiera quedado exhausto con el paso de los siglos y devenido en un hilo de agua. La propia Ronda estuvo en manos árabes hasta 1485, cuando los Reyes Católicos arrebataron la plaza que protegía la ruta a Granada.
Toros y bandoleros
La entrada más espectacular a la ciudad es por la puerta de Almocábar, tres arcos y dos torreones circulares que han sobrevivido de la antigua alcazaba. A su sombra se levantan la iglesia de Santa María la Mayor, cuyo campanario se levanta sobre el minarete de la mezquita primitiva, y la del Espíritu Santo, también de origen árabe. Palacios y fachadas encaladas con celosías de hierro forjado se abren paso por la madeja de calles hasta desembocar en plazas como la de la Duquesa de Parcent y pasar de largo frente a la galería de arcos del Ayuntamiento o la larga serie de museos que jalonan la calle Armiñán, como el del Bandolero, que recrea las andanzas de El Tempranillo, el de caza o la colección privada de Lara.
Cerca de allí, a medio camino entre las calles San Juan Bosco y Tenorios, se encuentra el Palacio de Mondragón, con patios interiores decorados con arcos árabes. Desde allí, un camino de cabras empinado como mil demonios que desciende a los antiguos restos de la muralla Albacara, ofrece la imagen más espectacular del tajo, el puente de cuatro arcadas que salva un corte de casi cien metros. De vuelta a la plaza de María Auxiliadora, el viajero percibe el pulso de la ciudad mientras deja atrás casonas señoriales y conventos como el de San Francisco, convertidos por arte de birlibirloque en palacios de congresos y restaurantes de postín.
Esta maravilla de la ingeniería civil une la parte vieja de la ciudad con El Mercadillo, la nueva, donde se levanta la plaza de toros de la Real Maestranza, un monumento de fachada barroca construido en piedra arenisca que data de 1785 y testigo de las dos grandes sagas que ha dado la ciudad: las de los Romero y los Ordóñez, separadas entre sí por 200 años. Hablar aquí de Pedro Romero, pionero del estoque y de recibir matando, con 6.000 corridas a sus espaldas y ni una sola cogida; o de Antonio Ordóñez, hijo, padre y abuelo de toreros, maestro de la suerte de matar y protagonista del Verano sangriento de Hemingway.
La Mina de esclavos
Los tendidos de la plaza, una doble galería de arcadas con columnas toscanas, se levanta sobre tres museos: el de la tauromaquia, que incluye desde una colección de carteles originales de las corridas goyescas, hasta trajes de luces y aguafuertes de Goya; la Real Guarnicionería de la Casa de Orleans, una muestra de arreos y complementos que son auténticas piezas de orfebrería; y la colección de armas de fuego antiguas, con un apartado especialmente dedicado a duelistas como el escritor y diputado Vicente Blasco Ibáñez o el duque de Montpensier, que después de batirse y matar al infante Enrique de Borbón tuvo que renunciar al trono de España.
Pero Ronda es mucho más. Sus calles adoquinadas conducen desde el Puente Nuevo a la Casa del Rey Moro, con los bellísimos jardines de Forestier colgados sobre el tajo, o La Mina, una ancha escalera excavada en zigzag que desciende 60 metros hasta el cauce del Guadalevín y cubierta por un ingenioso sistema de bóvedas encabalgadas, donde una noria se encargaba de sacar el agua que luego hileras de esclavos se encargaban de subir en pellejos hasta la superficie.
Desde allí, y tras pasar por el Palacio de Salvatierra y bajo el Arco de Felipe V, el viajero accede a la parte nueva por la Fuente de los Ocho Caños y la iglesia del Padre Jesús, y dejando a un lado los baños árabes. La calle de Santa Cecilia va ganando altura hasta el Templete de los Dolores, una capilla votiva de estilo barroco que habla por sí sola de la devoción que se respira por estos lares, y desde donde se puede saltar a la Virgen del Socorro, auténtico emblema de Ronda. Y para descansar de tanta capilla, nada mejor que un paseo por la calle Pedro Romero, flanqueada de restaurantes como el de los Hermanos Macías, templo de la gastronomía local donde recobrar fuerzas a base de platos de salmorejo, albóndigas y pata negra. Todo un lujo en una ciudad de capricho.