Dos poetas que se nos fueron
Actualizado: GuardarEn apenas unos meses, se han ido dos poetas, dos buenos amigos, dos excelentes escritores, dos hombres que pusieron fe y pasión a sus imborrables creaciones. He dejado pasar un tiempo antes de hilvanar estas líneas, pues el dolor de la muerte me impedía enfrentarme a su recuerdo. «Este mundo es el camino/ para el otro, que es morada/ sin pesar», nos advirtió hace siglos Jorge Manrique, pero llegada la hora del adiós, el corazón se encoge y cada palabra lleva el sabor amargo de la doliente despedida. El pasado 14 de junio, sabía de la trágica desaparición de Juan Manuel González. Nacido en Madrid en 1954, fue profesor universitario, periodista, crítico, ensayista y sobre todo, poeta. «La poesía no es sólo un género literario, sino un impulso creativo que mueve todos los avances de la imaginación del hombre en pos de la belleza, el equilibrio y la armonía», declaraba en una entrevista, en mayo de 2004. Y en la búsqueda de esos tres objetivos mencionados, cimentó buena parte de su quehacer. La formulación mítica y el misterio sagrado que anidaban en sus textos, su inmenso fervor por la Naturaleza y una temática que rozaba el amor, la soledad, el desarraigo y la muerte, convirtieron el conjunto de su decir en una poesía cercana, conciliadora, cómplice del devenir fugaz del hombre; poesía, en suma, de la conciencia, donde llegaban a unirse lo ideal y lo real. Días atrás, he vuelto hasta el fulgor de sus libros, hasta la calidez de sus dedicatorias y a los cromáticos dibujos que las acompañaban. «Para Jorge, estas páginas, fruto de encuentros siempre imprevistos, con la luna y la sombra de la palabra», me había escrito para celebrar su poesía reunida, Hacia el alba de nieve. Porque, en efecto, nuestros encuentros fueron muchas veces casuales, más siempre intensos, envueltos en la gozosa connivencia de sabernos cercanos y compañeros.
En su último poemario, Tras la luz poniente -galardonado con el XVII Premio Jaime Gil de Biedma-, flotaba un hálito desasosegante, de pálida agonía: «A cada uno le es dado, y arrebatado, su verdadero paraíso»; y desde esa íntima desposesión, podían ya escucharse los ecos de un desolado -¿o acaso esperanzado?- final: «Morir y empezar de nuevo».
Andrés Quintanilla Buey nos dijo adiós cuando julio principiaba. Una larga enfermedad lo había puesto contra las cuerdas, pero para vencerla batalló a golpe de amor y verso, fruto de su hondo corazón y su alma vitalista. El pasado verano, me hizo llegar una sugestiva plaquette titulada Donde Dios. Estaba dedicada a su esposa Araceli, a sus compañeros de la Academia Castellano-Leonesa -entidad que él mismo presidía- y a los Juglares de la Academia Fontivereña, a la que siempre brindó sincera entrega y a la que quien esto escribe también se honra en pertenecer. Confieso que los cuatros sonetos que integraban el citado cuaderno me causaron verdadera emoción y así se lo hice saber con celeridad. Ahora que los releo, descubro de nuevo la luminosa melancolía que los aromaba, la pulcritud y el rigor de su cántico, la acordada música que siempre sostuvo su poética voz: «Llegaré de improviso, por sorpresa./ No puedo precisar cómo ni cuándo./ Será pronto. Y hambriento. Y preguntando:/ ¿Dónde está Juan y dónde esta Teresa?/». Palentino de 1932 aunque afincado desde hacía años en Valladolid, su trayectoria literaria estuvo jalonada por una abundosa obra periodística, narrativa, teatral, pero principalmente lírica, que fue reconocida con distintos premios como Boscán, Garcilaso, Rosalía de Castro, Gustavo Adolfo Bécquer, Fray Luis de León Su poesía se movió siempre al hilo de un exquisito dominio formal -deudora de su gusto por los clásicos hispanos- y una temática humanizante, que hacían de su verbo un hermoso caudal de certezas, ausencias, temores, venturas .
Tuve la suerte de disfrutar con él de muy gratos momentos, sobre todo, en las bellas noches estivales abulenses donde recorrimos juntos los versos amurallados de tan noble ciudad. Recuerdo ahora, su soneto Para después, que cerraba a modo de última voluntad En resumidas cuentas, una amplia muestra de todo su hacer: «Poned, junto a una flor, no sé, mi nombre,/ las letras hacia arriba: Andrés. Y luego,/ no sé, quizás la fecha, junto al ruego/ de una oración/ orad por este hombre».
Oremos, pues, por estos hombres y por la lumbre que acompañe a sus corazones. Descansen en paz. Y en verso.