El viaje de vuelta
Actualizado: GuardarLa inmigración clandestina ha bajado ostensiblemente, pero no porque haya disminuido nuestro sentido de la hospitalidad, sino porque aquí no pueden encontrar nada que no exista en sus respectivas patrias: dificultades para trabajar durante ocho horas y para comer dos veces al día. El cementerio marino tiene menos clientes. Los que venían en pateras o en cayucos se lo piensan mejor y aunque sepan que quienes tienen miedo no pasan la mar, han llegado a la conclusión de que no vale la pena embarcarse para encontrar penas idénticas en la otra orilla. Hubo una época en la que cuando oíamos hablar de «economía sumergida» pensábamos que se referían a los inmigrantes que se ahogaban en su intento de pasar el Estrecho para poder vivir una existencia con menos estrecheces. Muchos perdieron la vida por tener la posibilidad de poder ganársela. Todo eso ha variado. Incluso los latinoamericanos, «sangre de Hispania profunda», están dejando de venir, ahuyentados por la crisis.
El morse de las olas hereditarias transmite rápidamente las noticias y hasta allí han llegado las declaraciones de Solbes, que eran muy esperanzadoras cuando no las hacía. El abatido ministro de Economía no ha tenido más remedio que reconocer que el déficit, que en el año pasado superó el 3%, será «sustancialmente superior» en 2009. Hay que admitir también que no es el eslogan turístico más atractivo, desde aquel, tan equívoco como cierto, que proclamaba que España era diferente.
La miseria es una nacionalidad. En todos los países donde la lucha por la vida sólo permite victorias parciales, los inmigrantes acaban por no tener más que una aspiración: inmigrar de nuevo. Lo que muchos desean es hacer el viaje de vuelta. Volver, con la frente marchita y el bolsillo vacío, pero volver.