Éxodo a la gaditana
Está por ver que tener menos habitantes sea un problema. Ser cada vez menos es sólo un dato. Estar cada vez peor, una sensación
Actualizado:Cada vez somos menos. Cada cual podrá opinar sobre los posibles motivos, las causas o las consecuencias, sobre lo que ese hecho incontestable tiene de bueno y malo. Pero resulta evidente que el número de habitantes de la ciudad de Cádiz baja a una velocidad que provoca vértigo.
Sólo algunos responsables municipales, empeñados en negar de la mayor a la menor, en convertir en enemigo a todo el que dude o piense distinto se empeña en matar al mensajero y ajusticiar al funcionario que hace la estadística.
Todos los informes que arrojan un dato presuntamente negativo sobre la ciudad de Cádiz (es decir, todos los informes) son puestos en cuestión o son achacados a una campaña de neosoviets infiltrados para derrocar a Teófila Martínez.
Da igual que el estudio hable del número de locales cerrados, del precio de la cesta de la compra o de los coches vendidos en el último semestre. Si dice que en Cádiz algo va un poco peor (aunque casi nunca es achacable al Gobierno local) se suma inmediatamente como anexo en el archivo de ese inmenso complot.
Todos los que vengan a decir que en Cádiz se vive peor que hace varios años, que quizás se vive peor que hace varios años o que sólo en algunos aspectos quizás se vive mejor que hace varios años pasa a ser militante de esa sociedad clandestina de discrepantes subversivos antigaditanos.
Parece que los temporales responsables del Ayuntamiento han puesto a su nombre la ciudad, como si no hubiera existido antes de su llegada, como si no fuera a existir después. El que diga que hay problemas, es un oponente. Les está atacando a ellos, como si fueran las únicas víctimas de un hipotético deterioro.
Al margen de esa interpretación, más propia del distanciamiento de la realidad provocado por las mayorías absolutas en los dirigentes políticos de todos los partidos, el descenso del número de habitantes de la capital gaditana viene a ser la mayor de las vigas sobre la que reconstruir la vieja y crónica sensación de decadencia, que tanto gusta a los gaditanos por lírica y comodona.
Un repaso por la prensa de toda Andalucía permitía, la pasada semana, comprobar con cierto escozor que Cádiz se ha convertido en la unidad de medida. Titulares de periódicos malagueños, sevillanos o cordobeses utilizaban la situación censal gaditana para resaltar el incremento de población de algunas de sus localidades.
«Marbella tiene ya más habitantes que Cádiz y pasa a ser la octava ciudad andaluza», titulaba uno. «Dos Hermanas, a unos cientos de habitantes de superar a Cádiz en población», decía otro. Esa utilización se apoyaba en lo llamativo que tiene, para unos municipios hasta hace unos años pequeños, periféricos o en crecimiento, igualar o superar a una capital de provincia de largo protagonismo histórico. El hecho de utilizarla para las comparaciones viene a ser un pequeño homenaje. Si se menciona Cádiz es por lo mucho que llama la atención.
Está por ver que perder población, que ser una ciudad menor en habitantes, sea un problema. Hay lugares pequeños, o poco poblados, que son un ejemplo de prosperidad, de calidad de vida o servicios públicos ejemplares. Los gaditanos tendrán que decidir si, además de ser cada vez menos, que es un simple dato, viven cada vez peor, que sí sería un problema colectivo. El número aislado, dice poco. Ahora somos 127.000. Parece importar poco. Antes éramos 129.000 y apenas encontrábamos placer en eso.
Otra cosa es que cada cual se plantee la situación, la inercia y el origen de la cosa. Cádiz es la única capital andaluza limitada físicamente, de imposible crecimiento periférico, con el término municipal más pequeño y colmatado. Pero todo eso era así cuando tenía 15.000 habitantes más.
Algunos servicios, muchas transferencias dependen del número de vecinos, y la ciudad no deja de perderlos. Si, al menos, fuéramos capaces de tener mayores niveles de empleo que otros municipios más poblados, si diéramos servicios de calidad creciente, si aquí se estuviera mejor, daría igual. Tengo un amigo que dice vivir despreocupado por la sangría de habitantes: «A mí, todavía me sobran 100.000, sobre todo a la hora de aparcar», dice el muy egoísta.
Pero lo más preocupante del dato del censo aparece cuando se le suman otros. El envejecimiento de la población, el desempleo, la imposibilidad de acoger nuevas empresas e industrias, el retraso en las infraestructuras, los porcentajes de fracaso escolar, la renta per cápita... Del número, resulta sencillo pasar a la sensación, al estado de ánimo colectivo.
Los que se fueron y volvieron, los que se marcharon a trabajar y por ahí siguen, iniciaban la emigración con esa pena, suya y nuestra, tan cateta y entrañable, con la sensación de que dejaban atrás el pequeño paraíso de la infancia. Ese pesar cada vez es menor. Se van más. Somos menos. Técnicos y políticos sabrán lo que significa, pero algunos somos libres de sentir que la tristeza, la que antes se iba en las maletas, ahora se queda.
Quizás lo peor es que los huecos que dejan, cada vez más, los mejores jóvenes que se van propician el inesperado e indeseable resurgir de hordas de profesionales mediocres con más de 40, de prejubilados (o prejubilables) vanidosos, empeñados en cerrar el paso al imprescindible relevo, de sectarios, petimetres, funcionarios del nepotismo, pesebreros, corruptos, tradicionalistas casposos y neocarrancistas (Pettenghi dixit), todos ellos oriundos o importados.
Como hicieran los hebreos en su día, centenares de nacidos aquí parecen haber iniciado un éxodo para huir de todo eso, pero a la gaditana, poquito a poco, sin prisas groseras, sin ruido, a compás, pero sin pausa.
Antes, daba cosa de los que se tenían que ir. Ahora, empiezan a dar ganas de abrazar a los que se quedan.
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