Tragedias del campo de batalla
Representantes de diversos sectores de la población de Gaza relatan cómo soberviven bajo los constantes bombardeos de Israel
Actualizado:No tenemos sus fotografías porque Israel no nos deja entrar en Gaza. No pueden enviarlas porque no hay luz. No hay forma de hacer seguimiento de sus realidades rotas porque los teléfonos cada vez se cortan con más frecuencia. Cuando sus palabras se impriman, quién sabe si seguirán vivos. Son palestinos de Gaza, una franja de tierra maldita de 360 kilómetros cuadrados cosida a bombas por Israel hace hoy dieciséis días.
El primer día de la guerra, el día de los 205 muertos, Osama operó a 45 heridos en el Hospital de Shifa. En este centro, la institución sanitaria más grande de la Franja, parecía difícil que pudiera vivirse algo peor a la avalancha de sangre chorreando por el vestíbulo que el 1 de marzo del pasado año dejaron los heridos, terriblemente mutilados, de la operación 'Invierno caliente': 68 muertos en esa jornada, 125 en 72 horas. Pero Israel lo ha consegido.
La vida de Osama se encierra estos días entre las cuatro paredes de un quirófano. Hombre bueno, de un humor inquebrantable, podría haber elegido irse de Gaza con su familia y tener una confortable vida en España, porque su hija mayor nació en Málaga mientras él completaba su formación universitaria. Cuando se le pregunta, da a entender que no se marcha por sus mayores, que viven en el piso de al lado, porque nadie le garantiza que pueda jamás volver a entrar a Gaza.
Pero cualquiera entiende que, más allá, lo que de verdad tiene a este médico atado a su tierra palestina natal es un compromiso callado con sus vecinos, las ganas de ayudar a que la Franja salga algún día adelante, aunque sea a costa de su sacrificio personal y familiar. Nunca dramatiza. Es conmovedor escuchar la serenidad con la que cuenta por teléfono que los suyos lo están pasando mal. Pero también lo pasan mal en el hospital, donde, recuerda, están mandando a casa «a cualquier enfermo que se pueda mover para dejar la cama al siguiente». No hay anestesia, no hay plasma, no hay vendas.
Osama trabaja el triple. Por sus manos pasan desahuciados que no siempre es posible rescatar. Pero ha decidido que esta guerra no le va a arrastrar al abismo. Hace falta gente hecha de su material, del de su familia, que en mayo de 2007 se salvó al completo de una muerte casi segura cuando, en mitad de los enésimos enfrentamientos entre Hamás y Al-Fatah, un avión israelí tiró una bomba sobre el cuartel de la Policía islamista, que estaba a metros de su casa. Los cristales reventaron en mil cuchillas letales. Era mediodía, la suerte es que estaban en la cocina interior haciendo la comida.
«Esto ha sido un regalo envenenado de Navidad. Lo último es que Israel ha atacado las casas de cambio para dejarnos sin dinero. Y esta misma mañana ha bombardeado una granja de pollos para dejarnos sin comida Pollos, ¿qué culpa tendrán los pollos?», bromea Osama. Y se anima a seguir. Y nos anima a todos.
La guerra ha llevado cada día a Ahmed Mansour a elegir entre su casa y su vida. Nada más comenzar los bombardeos israelíes, la noche del 28 de diciembre, la Media Luna Roja evacuó el campo de refugiados donde vive, Yibnah, en el sur de la Franja, ante la amenaza de un ataque inminente de la aviación. Los palestinos se desesperan en éxodos multitudinarios cuando Israel acecha, porque, casi siempre, lo que viene detrás es la tormenta de fuego. Y cuando no, ya saben que los soldados se emplearán en destruir algunas casas vacías y ocupar otras para emplearlas como base: pernoctan en ellas para estar cerca de sus lugares de operaciones y, cuando acaban, las ultrajan y destrozan.
Por eso Mansour se negó a huir. El es soltero. Ayudó a que los veintidós miembros de su familia, sus hermanos y hermanas, sobrinos entre los que se cuentan diez niños menores de 12 años, escaparan en buenas manos y fueran realojados lejos. Y Mansour se encerró en la vivienda. «No voy a abandonar mi casa. Si me marcho y la destruyen, ¿a dónde vamos a volver? Me han robado lo poco de bueno que había en nuestras vidas y no abandonaré mi hogar», insiste este estudiante tozudo desde el principio.
En las dos semanas que van de combates, él y los suyos repiten como sonámbulos un denigrante ir y venir, obligados a partes iguales por el miedo y el afán de resistencia. Cada mañana, los parientes regresan con la esperanza de que la casa siga en pie y Mansour vivo. Juntos pasan el día «sin electricidad, sin comida, sin nada que hacer Sin poder hacer nada que se parezca a una vida normal, sólo pensando dónde van a ir mis familiares a pasar la siguiente noche y tratando de sobrevivir». A la caída del sol, los hermanos y los niños vuelven a marcharse, con el alba regresan, con el atardecer escapan otra vez, vienen, se van en un círculo vicioso de locos.
Hambre
Empieza a costar mucho hablar por teléfono con el periodista Safwat A. Kahlut. El rato que en su casa hay suministro eléctrico no da de sí ni para recargar la batería del móvil, el único cordón umbilical que le mantiene unido al mundo y a su forma de ganarse la vida como corresponsal ocasional para medios italianos. Para él, paradójicamente, esta guerra que amenaza con consumir a su famili -a «estamos moralmente destruidos», dice- es temporada alta de noticias.
En casa hasta hace poco eran seis: los cuatro niños y el matrimonio, aunque su esposa espera un bebé para esta misma semana, con la angustia de saber que no hay anestesia en el hospital para su cesárea. Lo van a pasar mal. Una contienda bélica no es el mejor momento para traer a Gaza un pequeño al que ni siquiera podrán bañar, porque apenas un hilo de agua sucia llega a las casas. Y sólo a veces. Van acumulando litros que recogen en botellas de Coca-Cola cuando la fuente de la calle funciona, pero no habrá forma de calentarla.
Pero desde que Israel convirtió el vecino campo de refugiados de Yabalia en el escenario de un infierno de fuego, en casa de Safwat son más. Su tío, ingeniero, y su tía se han refugiado con ellos en Gaza. Huyeron con lo puesto de su barrio cuando el 3 de diciembre, de repente vino la luz, encendieron la televisión y oyeron cómo una voz del Ejército judío les exigía a través del canal de Hamás, Al-Aqsa TV, que evacuaran el barrio porque iba a ser bombardeado.
«Ahora nuestro problema es gigantesco, no tenemos nada Vamos a empezar a pasar hambre en serio», reconoce Safwat, un hombre optimista y capaz, al que nunca hasta ahora le faltaron los recursos para sacar adelante a los suyos.
Husein es vecino de ese barrio de Gaza capital, Zeitun, donde la Cruz Roja Internacional informó haber recogido el miércoles a cuatro niños tan débiles que apenas podían ponerse ya en pie y que estaban junto a sus madres muertas. La organización estuvo esperando cuatro días el permiso para entrar al triturado entramado urbano de este enclave, donde, quizá, se libran los combates más encarnizados y mor-tíferos entre los activistas de Hamás y los tanques del Ejército.