«Ser viejo es verle el truco a la vida»
A punto de cumplir 80 años, el director de 'Furtivos' ocupa el sillón de Fernando Fernán-Gómez en la Academia de la Lengua
Actualizado:Cumplirá 80 años en 2009, pero sólo la cachaba apoyada en la pared delata su edad. José Luis Borau lleva nueve años sin ponerse detrás de una cámara. Tampoco parece echarlo de menos. El autor de Furtivos tiene tiempo para presidir la Sociedad General de Autores y la fundación que lleva su nombre, escribir libros de cuentos y ocupar el sillón que dejó vacante Fernando Fernán-Gómez en la Academia de la Lengua. En su discurso de ingreso, ensalzó la otra muleta en la que se ha apoyado hasta ahora: el cine, «que permite ir tirando de la vida sin tanto esfuerzo».
Para «un niñoide» que considera haber pasado por el mundo sin dejar huella, sus películas y sus gestos lo contradicen. Como en aquella memorable edición de los Goya en que mostró sus manos pintadas de blanco para condenar un asesinato de ETA. «No lo tenía claro y las llevaba apretadas hasta el último momento. Luego dije qué cojones, y las abrí.
-¿No hace demasiadas cosas para un hombre de 80 años?
-Sí. Las hago casi a regañadientes, empujado por las circunstancias. Y eso me pone de un cierto mal humor. No hay manera de parar. ¿Qué más me gustaría que tomarme un descanso! Aunque también es verdad que no me lo tomo porque no quiero Sin ir más lejos, este año saldrán tres libros míos. No sé si puedo aguantar este ritmo.
-¿Uno se levanta una mañana y se descubre viejo?
-Te sabes viejo por sorpresa. La madre de un amigo siempre preguntaba: Pero vamos a ver, yo, ¿cuándo me he hecho vieja? A mí me ha pasado lo mismo. Hasta hace muy poco me he encontrado en muy buenas condiciones físicas, pero últimamente he empezado a notar achaques. ¿Sabes cuándo sabes que eres viejo? Cuando le vas viendo el truco a la vida. Pierdes la ilusión por las cosas.
-¿Por ejemplo?
-Pues te preguntas por qué vas a aceptar ese trabajo tan tremendo, por qué te vas a complicar la vida. Eso son signos de vejez que he empezado a notar hace poco. En los últimos años he publicado libros de cuentos que han tenido críticas muy buenas; como los escribo para mí, me sorprenden que gusten a los demás. Los editores me dicen que están muy bien, pero que ahora toca una novela, porque si no, es como si nada. Y ahí viene el signo de vejez. ¿Una novela? ¿Para qué, si se publican tantas? Una novela debe ser como una catedral: los arbotantes, la nave central... Hay que pensársela mucho. Y me da pereza, me sorprendo pensando para qué serviría.
-¿Se ha vuelto más pesimista aún, usted que ha hecho del pesimismo una actitud vital?
-Más escéptico. Siempre he sido pesimista, ha sido mi carácter, nunca he esperado demasiado de nada ni de nadie. He pensado que todo iba a salir mal. Pero esta vejez trae consigo escepticismo, algo que antes no tenía. Si hace veinte años un editor me hubiera pedido una novela habría empezado inmediatamente a darle vueltas a la cabeza.
-¿Le surgen nuevos miedos? Por ejemplo, en estos tiempos de crisis.
-Ese miedo a perder el trabajo, el estatus, nunca lo he tenido, quizá por insensatez; no creo que me echen de mi propia fundación... Soy muy austero, puedo prescindir perfectamente de todo: nunca he tenido coche, siempre me he comprado la ropa a última hora en El Corte Inglés cuando ya la necesitaba... No tengo apego a lo material; cuando me cambio de pantalones, siempre me olvido el dinero en los bolsillos.
-¿Qué miedos ha tenido entonces?
-Siempre, desde niño, he tenido miedo a complicarme la vida. No he hecho muchas cosas que se hacen para no sufrir, para que no me pasara algo malo, para no depender de otra persona. Cuando iba a casa de amigos como Mario Camus y le veía con sus hijos me preguntaba cómo se había complicado la vida así. Después comprobaba que resolvía sus problemas con naturalidad, supongo que yo también lo hubiera hecho.
Un niño ensimismado
-Y ahora se arrepiente.
-No, no, eso sería lamentarse. En aquel momento tenía miedo. Mi vida ha sido una vida teórica. Me han pasado cosas, como a todo el mundo, pero al mismo tiempo no me ha pasado nada. Siempre digo que mi vida es un buñuelo de aire. He sido espectador de ella; como se decía en las novelas de Pérez Galdós, un paseante en cortes, que era el señor que, sin oficio ni beneficio, salía atildado todas las mañanas para deambular.
-¿Pero si ha hecho de todo!
-Yo he trabajado de periodista, en publicidad, he producido y dirigido películas, escrito cuentos... Pero la gente normal tiene su vida y luego su trabajo, trabajan para vivir. Yo nunca lo he visto así. He hecho cosas que no me afectaban íntimamente. Sin sustancia. Además de viajar obligado por las circunstancias y vivir durante nueve años en Estados Unidos -lo que viene siempre muy bien-, sólo he hecho dos cosas: ver películas y leer libros.
-Ha sido un solitario.
-Un solitario frustrado. Nunca he necesitado a nadie, pero siempre estoy rodeado de gente. Por eso tengo pánico a las navidades. Vivo en un chalé y la fundación está en mi casa, para hacerme un té tengo que pasar por las oficinas. Mis amigos me invitan y agasajan, y yo siempre estoy con una reserva: A ver si me dejan en paz. Mi afán es la soledad.
-De niño eligió el cine para aislarse. Cuenta que a los nueve años ya quería ser director.
-Sí. Y de ese niño queda mucho, por eso me califico, con bastante desconsuelo, de niñoide, la persona mayor que actúa y piensa como un niño. Tampoco vamos a hacer un personaje literario, pero hasta hace poco tenía ilusión por los juguetes. Yo no me suelo enterar de las cosas que pasan alrededor mío si no me afectan directamente. Por ejemplo, en los rodajes jamás sé de las tensiones y enamoramientos del equipo. Los demás me abren los ojos, me despiertan. Y eso es infantil: el niño ensimismado en plena catástrofe.
-Como en la Guerra Civil.
-Tenía siete años. Mi padre me dijo que hasta que no acabara no saliera de casa. Y allí me quedé. Había bombardeos, muerte, espanto, pero yo estaba pendiente de jugar. Hacía lo que se correspondía a mi edad. Pero me sigue pasando. Me identifico con ese verso de Gil de Biedma: «Un día descubrí que la vida iba en serio». Todavía no me lo acabo de creer, como si todo fuera el pretexto de un libro. Siempre lo veo como si le pasara a un personaje.
-¿Tampoco se cree académico de la lengua?
-El próximo domingo hay un almuerzo en la Academia. Siempre me he imaginado la escena: una tarde gélida de invierno, los académicos en la calle Felipe IV, echando vapor por la boca... ¿Y el domingo me va a pasar a mí! ¿Si yo no formaba parte de ese escenario imaginado! En los parones de los rodajes, rodeado de eléctricos y actores, también me pasaba. No terminaba de creérmelo. ¿Estoy haciendo una película?
-Nunca ha necesitado confidentes.
-No. Nunca cuento nada, me dicen que soy reservado, aunque ahora estoy revelándote muchísimas primicias. Siempre he contado muy poco de mí mismo, pero no por cálculo, sino porque no tengo mucho que contar, sólo mis andanzas. Y me aburre. Toda mi vida he rehuido de las películas biográficas. He tenido ofertas para escribir mis memorias, pero hay cosas de los demás que no se pueden contar y las tuyas tampoco tienen interés. De todas mis películas, ninguna ocurre en Zaragoza. Y cuando en un cuento reconozco que algo coincide con mi vida, lo quito. A mí no me gusta lo que conozco, sino lo que desconozco.
-Alfredo Landa, a quien dirigió en Tata mía, le califica de «pesadísimo» en sus memorias.
-Es un bocazas. Cuenta que yo admiraba tanto a Imperio Argentina que descuidaba a los demás actores. Carmen Maura también ha dicho que aquel rodaje fue un infierno. Como no me enteraba de lo que ocurría detrás de la cámara, nunca lo supe. Imperio Argentina tenía ochenta y tantos años confesados y hacía veinte que no pisaba un plató. Tenía dificultades con la memoria, y eso Alfredo no se lo perdonaba, porque él, como Maura, es una metralleta, se sabe el guión escena a escena. Quizá se sintió postergado y por eso no vino al estreno. Para él, las películas buenas son las que tienen éxito. Pero me da igual, reparte tanta estopa a tanta gente en su libro...
-Como buen aragonés, es pragmático y reconcentrado.
-De chaval tenía un amigo en Zaragoza que me venía a buscar a casa después de comer. Íbamos andando hasta el parque y volvíamos. Y a veces no nos decíamos nada. No hacía falta. En cuando a lo de ser aragonés voy a generalizar y a decir que los pueblos inteligentes son los más escépticos y pesimistas. Aragón es un país abierto, de paso, sin fronteras naturales. Por eso le cuesta más mirarse el ombligo que aquéllos que están encerrados entre montañas. Porque así surgen las nacionalidades y los nacionalismos: por un río que divide un territorio, por herencias de reyes... No me hagas hablar. En Estados Unidos me encontraba en mi casa, todavía a veces me sorprendo pensando en inglés. Mantuve una casa en Los Ángeles durante años, y no echaba nada de menos de España.
-¿Por qué se quedó tanto tiempo?
-Me embarcaron en la aventura de rodar una película que finalmente fue Río abajo. Llegué a Los Ángeles como productor de Mi querida señorita, que gustó muchísimo y estuvo a punto de ganar el Oscar. Me invitaron a quedarme, y como entonces estaban muy baratas, compré una casa con un crédito a 30 años, sin avales. Hice muchos amigos y viajé por todo el país, lo conocí a fondo. Todavía recibo christmas de amigos americanos. Me ocurre algo curioso. Escribo cuentos donde hablo de Tejas o California, y, al terminarlos, esos sitios se me borran de la memoria. Los vomito y no me vuelvo a acordar.