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Ochenta viajes de aventuras a vela

El Juan Sebastián de Elcano zarpó ayer de Cádiz en su crucero de instrucción arropado por los gaditanos

FRANCISCO APAOLAZA
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Cuando la botadura del Juan Sebastián de Elcano nacía Mickey Mouse, Lorca escribía su Romancero Gitano, Alexander Fleming descubría el efecto antibiótico de la penicilina y Stalin mandaba arrestar a Leon Trostky. Desde el final de los años 20 ha llovido mucho pero ayer en el puerto de Cádiz, nadie hubiera dicho que el barco octogenario era una nave vieja. Distinta, sí. Mucho. Porque hubiera sido imposible imaginarse la normalidad del larguísimo abrazo con el que se despedía de su madre Patricia Peña. Nunca hubieran pensado en 1929 que una mujer como ella, a sus 33 años, menuda y de mirada angelical, iba a ser la electricista de el que probablemente sea el velero más bello del mundo. «Esto era impensable hace unos años, pero ahora es normal y estoy muy orgullosa», decía Patricia minutos antes de enrolarse en su cuarto crucero de instrucción, el número ochenta para el buque escuela desde el muelle de Cádiz.

Durante seis meses vivirá su particular aventura por el mundo. Su madre, Yolanda, sabrá de ella por el messenger y el teléfono, cinco minutos cada cuatro días. Al margen de la tencnología mejorada, las cubiertas sin animales, los frigoríficos y la literas en lugar de los coys, la despedida tuvo la misma mezcla de melancolías e ilusiones que hace siglos.

Fue a eso de las once cuando centenares de personas pusieron sus pies al borde del mar para despedir al Juan Sebastián de Elcano, cada uno con su razón propia. La mayoría eran familiares de la dotación, como Manuel Castro, minero gallego de 51 años que venía para decir adiós a su hijo Manuel. Probablemente, si entonces hubiera sabido «lo que ahora», hubiera cambiado las angostas galerías de la mina por la inmensidad apabullante del océano. «Al menos lo puede hacer él, pero si pudiera, ahora mismo firmaba», explicó.

Otros asistieron por su amor a la vela o por su cargo, como el almirante en jefe de la Armada, Manuel Rebollo -entre otras autoridades militares-; el subdelegado de Gobierno en Cádiz, Sebastián Saucedo; el alcalde de San Fernando, Manuel María de Bernardo y la alcaldesa de Cádiz. Si tuviera «menos años», Teófila Martínez tampoco hubiera dudado en embarcarse en el periplo, aunque reconoce que en sus «tiempos» era «algo imposible». «Recuerdo que quise hacer un curso de vuelo sin motor en la academia del Ejército del Aire y me dijeron que las chicas no hacían esas cosas».

Sonaron las salvas. Suspendidos en los flechastes de los obenques, sobre las cofas, las vergas, en el bauprés, la toldilla, la cubierta o el tranvía, la dotación del buque escuela comenzó a formar después de la visita de las autoridades y cuatro atronadores Viva España. Sobre la jarcia se presentaba una variada marinería. Con la sonrisa y las lágrimas contenidas miraba a los suyos desde las alturas una dotación cada vez más variada. Dejaban la seguridad de la tierra firme 18 oficiales, 22 suboficiales y 149 marineros, 44 de ellos guardiamarinasde la 410 Promoción de la Escala Superior General y de la 140 Promoción de Infantería de Marina. Proceden de España, Perú, Colombia y Ecuador. «Tienen una calidad humana enorme -decía Javier Orpinell, vicaro de la Escuela Naval Militar-. Todos están tristes y a la vez contentos. Los que más, los que no tienen novia. Ese que sonríe está soltero ¿ves?»

Pasodobles y marchas

Stendhal comparó ir al combate sin música con ir por la vida sin amor. Por eso la banda no dio tregua bajo los cuatro imponentes palos del bergantín-goleta durante toda la mañana. «Cantad la Salve y menos pasodobles», les recriminó una madre. También tocaron Corsarios o Marcha de Infantes. «Aunque sea un buque escuela, esto no deja de ser la Armada», decía Lorenzo Barral -23 años, soldado músico- que aseguraba que, paradójicamente, su música transmite «la alegría de saber que no estamos en guerra».

Cesó la música y la escena volvió a 1519, cuando Magallanes zarpaba de Sevilla con Elcano a bordo rumbo a las Molucas y a la primera e inesperada vuelta al mundo. A las 12.30, desde el puente de gobierno, el capitán Francisco Javier Romero Caramelo entonaba aquella misma Oración del piloto. Se hizo el silencio. «Larga trinquete en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas y un solo Dios verdadero, que sea con nosotros y nos guarde, que acompañe y nos dé buen viaje a salvamento y nos lleve y vuelva a nuestras casas».

«Maniobra general», dijo el megáfono. Terminaba la ceremonia. Arropado por un enjambre de veleros y de sirenas de despedida, el buque ponía rumbo a Santa Cruz de Tenerife. Por delante, once puertos y miles de millas de aventuras. Buena proa.

apaolaza@lavozdigital.es