UN EJEMPLO. Juan Antonio pasea por el centro con su inseparable bastón. / ANTONIO VÁZQUEZ
CÁDIZ

Sí que pueden

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Estas cuatro historias son únicas y a la vez son la misma. Las cuatro hablan de peripecias personales extraordinarias, de retos imposibles a priori y de pequeñas odiseas cotidianas. Las cuatro tejen el mismo relato de superación y cuentan la misma crónica humilde, despiadada y emotiva. Las cuatro encierran la misma épica modesta, el mismo dolor y la misma alegría. Y, sin embargo, a pesar de todo lo que les une, de todo el bagaje de logros, esperanzas y decepciones que comparten, sus cuatro protagonistas ni siquiera se conocen. José Gallardo es sordo, algo que para él no supone «nada traumático» gracias a su dominio del lenguaje de los signos y a su amplio círculo de amigos. Juan Antonio es ciego, aunque pasea por Cádiz con una soltura admirable, le gusta el bricolage y toca el laúd. Mercedes, invidente de 62 años, trabaja como voluntaria en Comisiones Obreras y dirige el coro de Santa Cruz. Diego se mueve con pericia por las calles de San José, hace la compra y extrae dinero de un elevado cajero desde su silla de ruedas. Todos ellos viven o trabajan en la ciudad, y tienen una percepción muy distinta de sus calles, barrios y plazas. Para algunos, priman los colores. Otros conocen al dedillo la textura de las aceras, la altura de las macetas o la disposición de los semáforos. Así es Cádiz para alguien que no ve, para alguien que no oye y para alguien que no puede andar.

José Gallardo siempre mira a los labios. Cuando tenía poco más de año y medio, su madre tropezó en la cocina y tiró al suelo la olla exprés. Él, sentado de espaldas, ni se inmutó. Su familia se dio cuenta entonces de que algo no iba bien. Probaron a dar palmas junto a su oído derecho, pero el crío no apartó ni un segundo la mirada de la mesa. Hicieron lo propio con el oído izquierdo, con idénticos resultados. El médico les confirmó después sus sospechas: José se estaba quedando sordo. En el Cádiz de 1975 aquello era un trauma. Hoy, con un trabajo estable, coche propio y un círculo infinito de amistades, la sordera es una condición más -ni siquiera la principal- de su personalidad, aparte de una engorrosa molestia para cuestiones muy puntuales. «Nada traumático», traduce Kiki -amiga e intérprete, porque José se comunica a través de la lengua de signos- mientras ambos caminan por la Calle Ancha, camino de El Palillero.

A la misma hora, Diego Márquez llega con puntualidad británica a la plaza de San José. Ha dejado el coche en un aparcamiento cercano y lo ha cambiado por su silla de ruedas con la que se desplaza por un barrio que conoce al dedillo. Su especialidad son las rampas, bordillos y el cálculo de centímetros que deberían cumplir los accesos para que puedan denominarse como tal. Cansado por el esfuerzo de cargar con su propio peso, El Cojo, como le gusta llamarse, no pierde la sonrisa a pesar de las infinitas trabas que encuentra a su paso.

El carro es su compañero de viaje desde hace dos años, cuando una caída vino a agravar las consecuencias de una polio sufrida el «21 de mayo de 1955». Entonces tenía 14 meses y la «epidemia que llegó a Cádiz» le impidió al Diego niño ponerse en pie sin ayuda de muletas, justo cuando comenzaba a dar sus primeros pasos. Son las doce.

Un insólito viaje

Al mediodía la agenda de Juan Antonio le recuerda, con voz metálica, que tiene una cita. Treintañero, alto, formal e intuitivo, sabe cómo es el mundo, aunque ya no pueda verlo. Sobre su mesa, en las oficinas centrales de la ONCE, hay una foto de su hijo de tres años, Daniel, y otra de su mujer, a la que conoció justo cuando la retinosis pigmentaria que amenazaba sus ojos desde pequeño le dejara completamente ciego. Coge el bastón, su cartera especial y un mp3. «Salir a la calle siempre es una aventura», ironiza, como si se pertrechara para un insólito viaje. En la misma esquina de la calle Tamarindos hay un árbol torcido. «Aquí me he roto la cabeza como dos o tres veces -admite-, aunque no se le puede pedir al Ayuntamiento que lo enderece». Cruza el paso de peatones y esquiva la valla que protege una obra. «El error fundamental es pensar que todo el mundo tiene que adaptarse a ti, y no al revés. Aunque la experiencia me ha demostrado que la mejor adaptación posible es la buena gente. En Cádiz, los invidentes tenemos mucha suerte, porque nunca faltan ojos para advertirte ni brazos para guiarte».

Baja de un tirón hasta la plaza de San Juan de Dios. Después, entre maceteros, pibotes y las sillas y mesas de las terrazas, se marea un poco, pero no tarda en enderezar hacia la calle Pelota. El bastón le permite mucha independencia. «Personalmente, me ha devuelto la libertad. Imagínate, antes de que aprendiera a manejarlo era mi novia la que tenía que dejarme en casa, y no al revés. Yo no podía permitirlo. No es propio de un machote ibérico», bromea.

El olor de Las Flores

A menos de diez metros, Mercedes respira profundamente y asegura: «Estamos en la plaza de las Flores». También es ciega, aunque de nacimiento. Tiene 62 años, estudios universitarios y vive sola. Pero se niega, en redondo, a «encerrarse en casa». Pertenece al coro de Santa Cruz, sale a comer con sus amigas y lee «tanto, tanto, tanto» que este año lleva «perdida la cuenta de los títulos» que se ha fusilado.

Necesita algo de ayuda para moverse por la ciudad. No tiene problemas en la plaza de la Catedral o en la calle Compañía, pero con el resto del centro sólo se atreve «en buena compañía». «La ciudad cambia mucho, y nunca me acostumbré al bastón». Pertenece a una generación de ciegos que tuvo que apañárselas sin ayuda de la informática, sin reproductores de audio y apenas sin materiales educativos adaptados.

Mercedes camina hacia uno de los puestos. Quiere un ramo de margaritas.

Al mercado

Diego, por su parte, necesita verduras y se dirige al mercado. Hoy por hoy disfruta de su jubilación y su pensión por invalidez total como si estuviera viviendo una segunda juventud. De todos los comercios con los que se topa durante el paseo, le llama la atención sobremanera una agencia de viajes. Lástima que el escalón sea demasiado alto. Y que su madre esté en cama, lo que le impide a su hermano, también con una minusvalía del 33%, acompañar al Cojo en sus peripecias. De su época dorada, cuando empezó «a ganar dinero», recuerda sus salidas con amigos y compañeros por Granada, Sevilla o Almería.

De la infancia, le sobrevienen las imágenes de su etapa como monaguillo en el colegio de los Salesianos, las clases de Educación Física -en las que participaba como árbitro- y el enfado constante por comprobar que en su cuartilla de notas lo calificaban como «inválido». Aunque consiguió titularse en maestro industrial electricista, Diego ha desempeñado otros trabajos no vinculados a esa preparación. Durante años ha ejercido las funciones de administración y contabilidad, además de impartir cursos de formación, en Fegadi, la Federación Provincial de Asociaciones de Minusválidos Físicos de Cádiz.

En el mercado, Diego no duda en pedir que lo empujen por la endiablada rampa. «Yo le hecho cara y no me avergüenzo de nada», comenta pícaro. En el interior, la silla se abre paso entre el bullicio de la gente y los puestos. No puede testar la calidad del género, ya que los productos están dispuestos en forma escalonada; pero él no ceja en su empeño y vuelve a solicitar ayuda. «Me encanta hacer la compra y El Corte Inglés, aunque tengo que ir a todas partes con mi hermano».

En el banco

José, acompañado de Kiki, entra en una sucursal bancaria. Tiene un problema -anecdótico, pero muy significativo- que demuestra que aún queda mucho por hacer en el camino de la normalización. Él quiere tener acceso electrónico a sus cuentas, pero la operadora no admite que sea su intérprete la que le realice la gestión por vía telefónica. Es información confidencial, muy delicada, así que José depende de una compañera de trabajo para llevar el asunto a buen puerto. El director le atiende en persona y le explica, amablemente, el proceso. Aunque no siempre es así de sencillo: «Gracias a Dios no me ha ocurrido nunca, pero me da pánico verme envuelto, por ejemplo, en un accidente de tráfico. Tendría que esperar a que avisaran a una intérprete para hablar con el doctor, a lo mejor durante demasiado tiempo».

José está acostumbrado a recurrir a los métodos más variados para hacerse entender. Pide las copas, en los bares, señalando la botella, o se las escribe al camarero en cualquier servilleta. Se maneja bien. Es casi autosuficiente. «¿Quién se lo iba a decir al director de mi colegio?», bromea. Aquel tipo -encerrado en sus propias limitaciones- se empeñaba en impartir a José y a otros chicos sordos, todos los jueves, clases de agricultura. «Insistía en que era una de las pocas cosas a las que me podría dedicar. Pero mira: no parece que me haya ido tan mal».

La tapa

Juan Antonio escucha, a lo lejos, el pitido de una máquina de café. «Por aquí hay bares», dice, y se ofrece a invitar a una tapa. La mayoría de los restaurantes no tiene carta adaptada en braille, así que necesita que le lean el menú. «Hasta que no te quedas ciego no te das cuenta, realmente, de lo distinto que huele una librería de una tienda de electrónica. No es que desarrolles más el resto de los sentidos, eso es un mito. Lo que ocurre es que prestas más atención», explica.

A la hora de pagar, Juan Antonio también tiene su propio sistema. Mide, con los dedos, la longitud de cada billete, y elige las monedas en función de la mueca que tienen en el canto. «Al principio tardas en acostumbrarte, pero luego todo surge de forma casi automática». Nada que ver con el invidente primerizo que se pasó un buen rato pidiéndole una copa a su propio reflejo, en el espejo que adornaba la barra de un pub. «No veas cómo se reían mis amigos. Y yo también, la verdad, porque no puedes dejar que nada te robe el buen humor. Entonces sí que estás perdido».

Diego se despierta diariamente a las nueve de la mañana y a las diez, su silla ya está surcando las calles. Aunque las entidades bancarias, las tiendas, una sede eléctrica o incluso, el bufete de abogados en el que tramitó su invalidez, no estén adecuados a sus necesidades, el jubilado no renuncia a respirar el aire de Cádiz y tomarle el pulso, palmo a palmo, a sus rincones. Al mediodía, vuelve a casa y «consume» las horas muertas con internet y su cámara de fotos. A su edad, no piensa en encontrar novia y contraer matrimonio. Prefiere una buena amistad a «tener relaciones» con una mujer.

A las dos y media, Juan Antonio coge el autobús para volver a casa. Allí se enfrascará en alguna de sus aficiones. «Ahora me ha dado por la música. Estoy aprendiendo a tocar el laúd, y también me puede el bricolaje. Tengo mis mañas, no te creas». José prefiere el cine subtitulado y Mercedes tiene pendiente otro poemario de la Generación del 27. Después de todo, el día a día tampoco es tan difícil.