Regalos y guerras
Actualizado:He estado a punto de quejarme a los Reyes Magos y ponerles una hoja de reclamación. Los regalos que pedí no han llegado este año a mi ventana, donde coloqué, como es costumbre, mi par de zapatos, agua para los camellos, y una copa de buen oloroso para aliviarles la noche y alegrarles las pajarillas. Pero, recapacitando, he tenido que admitir que algunos eran difíciles de conseguir o que precisaban de un tiempo para lograrse. He optado por no cumplimentar el impreso de quejas y concederles un plazo de demora.
Luego, mirando los informativos y leyendo la sección de Internacional, he terminado de comprender. La franja de Gaza sigue siendo un lodazal de sangre. Israel, convertida desde hace mucho en un desmemoriado y cruel Goliat, ataca desde su superioridad a un David palestino que ya no es pastor de ovejas, sino hondero avezado que no se cansa de arrojar piedras (léase también cohetes) contra la alambrada. Las víctimas siempre son las mismas, porque todas las guerras se ceban en los que no tienen defensas: en los niños, en las mujeres, en los inocentes. Los Reyes Magos, en su camino desde Oriente, han tenido seguramente que observar espantados a los niños palestinos. Algunos de ellos no tendrían una ventana en la que colocar unos zapatos y un vaso de agua; otros no tendrían agua, ni zapatos que ponerse ellos mismos; algunos más no tendrían ya los pies donde calzarse zapatos; y todavía verían a otros, ya muy quietos, que habían dejado de creer para siempre en regalos. Habrán visto niños asustados, niños heridos, niños mutilados, niños despedazados, niños muertos. Es comprensible que se hayan sentido absurdos con sus capas de falso armiño y sus coronas de latón y hayan preferido quedarse este año, vestidos de civil, echando una mano en la tierra destrozada donde una vez fueron a visitar a un niño-dios.