La duodécima noche
Actualizado: GuardarYo los vi. Cuando era muy pequeño, quizá el mismo año que me trajeron una guitarra eléctrica y roja que, mucho tiempo después, supe que había sido adquirida a última hora, aquella misma noche. Los vi y los oí, en el salón de mi casa, junto a las copas de anís que les habíamos dejado y los zapatos gorila que los esperaban con sus bocas hambrientas, pero no venían en camello, sino a caballo (siempre me pudo la impaciencia).
Como yo, muchos niños (y niñas, vale, por una vez hagamos la distinción genérica que el idioma no necesita) los verán y los escucharán esta noche, mientras luchan contra el sueño y el nerviosismo: qué difícil es, el cinco de enero, pegar ojo. Ahí es nada: tres reyes magos de oriente sirviendo puerta a puerta, como el del telepizza, casa por casa. Anda que no son sabios: justo lo que uno quería, o incluso aquello que no quería pero que ahora le encanta.
Si la Navidad tiene un sentido quizá sea ese: el juego de la ilusión de esta noche y de mañana. No nos hace ser mejores, ni el cambio de año consigue que de verdad mejoremos y cumplamos todo ese montón de propósitos de enmienda. Pero en la barahúnda que convertimos las calles y los comercios estos días de carrera a lo loco, consumista y absurda, creemos resarcirnos del pecado de aparentar y abarcarlo todo en la mirada de los niños, en la ilusión del amanecer entre trastos y envoltorios de colores y fotos hechas todavía en pijama y con los pelos revueltos.
No entienden los niños que esa ilusión es nuestra forma de absolver que no les dedicamos el tiempo necesario, que convertimos esos juguetes y esos cachivaches electrónicos en nuestro sustituto, que confundimos, pobres de nosotros, nuestro cariño con nuestro poder adquisitivo. Tampoco importa. Los críos no ven las costuras de los disfraces, ni huelen la naftalina de esas pieles apolilladas, ni notan la gomilla que se clava por detrás de la barba postiza, y tampoco caen en que el betún de Baltasar despinta. No identifican todavía que los gigantes y cabezudos y los dinosaurios de goma de la cabalgata son los mismos que luego verán en carnaval, ni entienden que gente hecha y derecha se mate por pillar un caramelo que jamás se van a comer, porque se destrozan la mayoría al estamparse contra el suelo.
Vivimos la Navidad de jopeo y jopeo y la rematamos con esta noche. A partir de mañana, cuando los sonidos se calmen, entraremos en la larga recta de un año que parece, más que ningún otro, amenazante y prometedor, donde seguiremos siendo niños malos porque a fin de cuentas sabemos que los reyes magos nos perdonan casi todo y nos traen los juguetes que nos merecemos, y hasta los que no nos merecimos nunca.
De las muchas mentiras de la vida, la Noche de Reyes es la más hermosa, la única que tendría que ser verdad, la que no tendríamos que haber descubierto nunca. Ojalá que los mayores todavía pudiéramos ver a esos reyes a caballo en el salón de nuestras casas. Ojalá les escribiéramos cartas diciendo que nos hemos portado bien todo el año, y que tuviéramos la ilusión de que se nos recompense por querer ser buenas personas.