HUELLA. Los pies de este hombre, que se gana la vida como costurero, muestran la dureza de la vida en el campamento. / MIGUEL GÓMEZ
MUNDO

El costurero de Kabo

Más de 300.000 ciudadanos de la República Centroafricana conviven con la penuria en campos de refugiados en Chad y Sudán

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Françoise Founga nunca había visto a un hombre asesinado. La tarde del 23 de diciembre de 2002 contó cinco cadáveres. Desde la ventana de su casa pudo ver cómo un grupo de hombres armados disparó sobre la gente que volvía de arar los campos. Oyó que acusaban a los fusilados de apoyar a otro bando, aunque ni ella, ni tal vez los finados, supieron nunca de qué otro bando se trataba. Ese día, la guerra llegó por primera vez a Kabo, un pequeño pueblo al norte de la República Centroafricana (RCA).

Indefensa y asustada, Françoise hizo un hatillo donde transportar a su bebé y huyó al bosque junto a su marido, con su retoño a la espalda como único equipaje. Más de un centenar de sus vecinos hicieron lo mismo. Esta espigada mujer dejó atrás a sus padres y a otros cinco vástagos, demasiado mayores para ser cargados en brazos, pero muy pequeños para emprender una odisea sin rumbo. El éxodo duró dos meses. Iban a pie. Sin comida ni bebida. Se alimentaron de lo que encontraban en los senderos: raíces, frutos silvestres y agua sucia. Cuando llegaron al vecino Chad, el grupo que huyó de Kabo la víspera de Nochebuena había sufrido muchas bajas a causa de la enfermedad y el cansancio. Una de ellas fue el bebé de Françoise.

Por el espejo retrovisor del vehículo, que se bambolea en el estrecho camino de tierra roja, se ve empequeñecer a los frondosos mangos y samboayeir que rodean al coqueto Kabo. La vereda se torna amarilla a un kilómetro del último barrio de adobe (donde la pobreza ya es extrema). El polvo de este erial y los 35 grados de temperatura resecan las gargantas.

El todoterreno se detiene en un punto donde se divisa un horizonte plagado por minúsculas chozas de paja, alguna de ellas con plásticos en los techos para intentar paliar los efectos de las lluvias torrenciales. Estas telas impermeables llevan impresos logotipos de agencias internacionales de cooperación y saludos en distintas lenguas (irónico leer mensajes tipo De parte del pueblo americano, en material enviado a una población analfabeta o que, en su caso, sólo habla sango o francés).

En este campamento de desplazados de Kabo sobrevive una población flotante de entre 3.000 y 7.000 personas. Esta estampa se repite decenas de veces a lo largo de las provincias del norte y, con mayor dramatismo, en los vecinos Camerún, Chad y Sudán. La diáspora del pueblo centroafricano, que según cálculos de las agencias internacionales podría afectar en la actualidad a 300.000 personas, se recrudeció en 2002 tras la guerra abierta que le declaró el depuesto presidente Patassé a su predecesor (Bozizé, aún presidente) y la posterior ruptura del flanco rebelde en cuatro grupos. El país, que en la década de los setenta refugió los delirios imperialistas del sanguinario Bokassa, intenta mantenerse a flote gracias a las poco desinteresadas ayudas internacionales. Chad y Camerún apoyan al actual jefe del gobierno, mientras que Sudán se sentía más cómodo con Patassé. Francia, por su parte, tutela desde un discreto segundo plano a su ex colonia, lo que le permite mantener sus intereses comerciales (piedras preciosas y minerales). Y, recién llegada pero con la fuerza de un tifón, China amasa un papel de potencia en el África subsahariana.

A mediados del pasado diciembre, y cuando había comenzado en Bangui una conferencia de paz auspiciada por la ONU, se reprodujeron los incidentes armados con varios civiles y militares muertos. Un Estado tan debilitado apenas controla sus fronteras, lo que permite a grupos de sanguinarios bandoleros (sarraguinas, en sango) arrasar aldeas sin temer a las represalias. Otro foco de violencia lo alimentan los peulhs, un pueblo nómada que practica la trashumancia sin mucho respeto a la propiedad privada. Mantienen, desde hace siglos, una lucha desigual con los agricultores centroafricanos. Se quejan de que, donde antes había pastos, ahora hay cultivos. Los sin tierra de Kabo sobreviven gracias a la aportación de un puñado de organizaciones no gubernamentales. Médicos Sin Fronteras (MSF) llegó a la zona en 2006. La primera misión se encontró un hospital obsoleto y sin enfermos. La gente, sencillamente, se moría en sus chozas o casas cuando el mal superaba los efectos curativos de las plantas medicinales.

¿El motivo? La anterior ONG que regentaba el hospital, siguiendo directrices de varios organismos internacionales, cobraba por cada consulta y por los medicamentos. MSF restableció la gratuidad de ambos servicios y abrió un puesto de salud en el mismo campo de refugiados, donde el 60% de la población padeció malaria en 2008.

Mosquitos

Unas 3.000 personas salvaron la vida el año pasado en este enclave gracias a una terapia de tres días, a base de artemisa, que les suministró el personal de MSF. Pero hay cientos, tal vez miles, de huidos que aún no se atreven a salir del bosque. Ellos son ahora la prioridad para esta organización que manda a parajes inhóspitos, siempre que se cumplan unas mínimas garantías de seguridad (una voluntaria y una paciente de MSF murieron asesinadas en este país en 2007 y 2008). El problema es que en un contexto geopolítico tan complejo y volátil, nadie puede avalar la total inmunidad.

La vida de Françoise Founga, que ahora forma parte de la plantilla de MSF en el hospital de Kabo, no fue sencilla ni durante los dos meses que duró la travesía hasta el Chad ni en los seis años que permaneció en ese país. Regresó en marzo de 2008 con dos hijos más que había tenido en el exilio (ahora, a sus 34 años, su prole suma ocho). Expone una poderosa razón para no haber regresado antes. «Una vez salí del bosque para conseguir comida y unos soldados me violaron varias veces, a otras las mataron». Esta confesión la realiza serena. En su mirada hay posos de dolor, pero ni atisbo de resentimiento. En esta parte del mundo (a unas cinco horas en avión desde Madrid), la vida no es segura; la muerte, sí. Un rincón donde demasiadas injusticias quedan impunes cada día.

El sol se refleja con fuerza en el perfil de la vetusta máquina de coser. Debe ser el único instrumento mecánico de todo el enclave. Germain Nguetan se afana en remendar un colorido, pero raído traje de mujer. Usa un hilo rosa, tal vez porque es el que más convenga, tal vez porque no tenga otro. Cuando termine la pieza cobrará por su trabajo 50 francos africanos (siete céntimos de euro). Los clientes escasean, pese a estos precios. La moda ocupa un lugar bajo en las prioridades de los desplazados.

En Bokano, su pueblo, ganaba un poco más, pero no le daban para vivir. Completaba su jornal cultivando. Aquí no puede. Por eso intentó retornar hace dos meses, pero los sarraguinas le atacaron a él y a su familia (tres esposas y seis hijos). Confiesa que desconoce de dónde vienen los bandidos, aunque sabe que hablan una lengua diferente al sango. «Hay que saber correr, o te hacen mucho daño», comenta consternado.

Prioridades

Las plantas de los pies de Germaine Kada, ajadas por una biografía a pie, juguetean con la arena. Tiene seis hijos, uno de ellos lo carga mientras conversa con el visitante monchu (blanco, en sango) que le pregunta cómo es un día cualquiera en su vida. La respuesta de Germine glosa qué significa ser un desplazado en uno de los países más pobres de África. «Bueno yo no entiendo de horas, porque no tengo reloj; me levanto con el sol y salgo en busca de ramas para venderlas; también intento que me den trabajo en alguna huerta, pero esto cada vez sucede menos».

Cuando tiene suerte y la contratan, Germine debe afanarse en recoger la cosecha o los frutos del los árboles en las jornadas convenidas. Si tarda más de lo previsto, no cobra nada. Si cumple lo pactado recibirá 250 francos africanos por peonada. La ONU fija el umbral de la pobreza en un dólar al día. Esta joven de 28 años anhelaría llegar a ese umbral, pero se queda en 0,37 céntimos de euros por cada día que labora y eso no pasa muy a menudo.