El hombre más odiado
La víctima había regresado al pueblo en 2005 tras cumplir 12 años de condena por el asesinato de un joven
Actualizado:El día que Francisco. M. P. volvió a su pueblo, tras cumplir doce años de condena por asesinato, entró en un bar y le pidió al camarero una copa. El dueño, sin mirarlo siquiera a la cara, le respondió: «Sal de aquí antes de que te rompa la cabeza».
Los vecinos de Puerto Serrano coinciden en definir a Francisco, que murió ayer supuestamente apuñalado por su propio hijo, como la de un psicópata sin escrúpulos, violento y conflictivo, que dedicaba la mayor parte de su tiempo al menudeo con drogas y a la provocación sistemática. Nadie quería verlo por allí, hasta el punto de que su salida de la cárcel, en 2005, derivó en una auténtica ola de indignación que estuvo a punto de acabar en tragedia.
En 1993, Francisco ingresó en prisión para cumplir condena por el asesinato de Alfredo Carrasco, un joven hostelero casado y con un niño. Junto a otro delincuente habitual de la población había intentado atracar la Venta de los Cuatro Mojones, cercana a la localidad. Cuando el propietario hizo ademán de defenderse, el asaltante le disparó sin pensarlo con una escopeta de caza a la que previamente había recortado los cañones. Tras su detención, una manifestación espontánea recorrió las calles del pueblo pidiendo justicia. La encabezó la viuda de Alfredo y sus tres hermanos.
Trece años después, los familiares y amigos de la víctima tuvieron que contener la rabia y hacer de tripas corazón para soportar la dura prueba de ver a Francisco recorriendo, de nuevo, las calles del pueblo. No sólo no mostraba el más mínimo signo de arrepentimiento, sino que el ex convicto no tardó mucho en volver a comportarse con manifiesta hostilidad, descaro y chulería.
Provocación constante
Alfredo, honesto y trabajador, era muy querido por sus vecinos. A todos se les antojó el regreso de Francisco al pueblo como una provocación voluntaria. La consigna, callada pero tenaz, era echarle. En la mayor parte de los bares, se le negaba el servicio. Nadie le dirigía la palabra y el ex convicto, presionado por la determinación popular, acabó prácticamente recluido en su calle, El Pecho de la Fuente, un microsuburbio periférico del pueblo.
Sus escasas salidas se traducían en peleas, encontronazos o reyertas. Aunque su adicción a las drogas era conocida antes de que entrara en prisión, a su vuelta parecía más cruda y problemática. Varios vecinos denunciaron que consumía heroína y cocaína en público, algunos lo consideraban como el culpable de varios asaltos nocturnos y casi todos sospechaban que la historia sólo podía tener un final igual de violento que su principio.