REALISMO. Pedro Juan Gutiérrez contempla la vida desde su azotea de Centro Habana. / LA VOZ
Cultura

Letras convulsas

La literatura cubana ha vivido momentos de efervescencia y plomizos años soviéticos, ascensos y persecuciones, corrientes fratricidas y nuevos tiempos de esperanza

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En las primeras horas de 1959, mientras las tropas del Segundo Frente Nacional entraban en La Habana y Fidel Castro se hacía con la ciudad de Santiago, en Cuba no sólo se inició un nuevo periodo político, sino también uno literario. La revolución triunfó en un pequeño país que, si exceptuamos la enorme presencia de José Martí y la figura emergente de Alejo Carpentier, apenas tenía presencia en el panorama literario hispanohablante y, por supuesto, mundial.

Esto cambió con la llegada al poder de Castro. El planeta entero puso entonces sus ojos sobre la isla y también sobre sus escritores, muy especialmente sobre un grupo más o menos joven e identificado con los nuevos tiempos que se reunía en torno al suplemento Lunes del diario Revolución. Este grupo, compuesto por gente como Guillermo Cabrera Infante, Óscar Hurtado, Calvert Casey, Virgilio Piñera, Heberto Padilla o Antón Arrufat, obtuvo tanta publicidad como atención y protagonizó los primeros años culturales del régimen.

Se trataba de un colectivo variopinto en el que convivían narradores excelsos y descreídos como Piñera con poetas de corte intelectual y anglófilo como Padilla o francotiradores como Calvert Casey. Todo era para ellos nuevo e ilusionante. Cabrera Infante, que dirigió el suplemento durante su breve existencia, recordaría aquella época en su libro Mea Cuba: «Teníamos el credo surrealista por catecismo y en cuanto estética el trotskismo, mezclados con malas metáforas como cóctel embriagador».

Lunes de Revolución llegó a tirar medio millón de ejemplares, pero cerró a los dos años, incapaz de superar los primeros encontronazos con el gobierno. Su relevo como motor cultural fue tomado por la Casa de América, una institución que, entre otras cosas, sirvió de trampolín al archiconocido 'Boom'. La Casa de América fue durante algunos años el centro neurálgico de la literatura hispanoamericana. Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes o Juan Carlos Onetti pasaron por allí. También lo hicieron Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Hans Magnus Enzensberger. La Habana fue en aquellos años un hervidero: la capital del mundo literario hispano.

Pero el hechizo no duró demasiado, apenas una década. A finales de los sesenta el 'caso Padilla' dividió definitivamente a los escritores cubanos en dos grupos. Por un lado quedaron desperdigados los desafectos al régimen, gente tan dispar como Cabrera Infante, Virgilio Piñera o Severo Sarduy, que, en el mejor de los casos, se vieron obligados a elegir entre el exilio o el ostracismo.

Dos grupos

Frente al grupo de Lunes se fue formando un grupo de escritores más cercanos al gobierno de Castro. Se trata de autores que al lector español de nuestro tiempo no le resultarán excesivamente familiares, gente como Manuel Cotiño (La última mujer y el próximo combate), Miguel Cossío (Sacchario), José Soler Puig (El sol a plomo) Ezequiel Vieta (Vivir en Candonga) o Joaquín Santana (Nocturno de la bestia).

Entre ambos frentes también se abrió una especie de tierra de nadie en la que encontraron acomodo algunos autores que no querían o no sabían unirse a ninguno de los bandos. El caso más destacado fue sin duda el de José Lezama Lima, que llegó a estar mal visto por ambos grupos. En un principio fueron algunos escritores de Lunes los que le reprocharon su estética barroca y arcaizante (en este aspecto destacó Heberto Padilla, todo un experto en lanzar estocadas teóricas). Poco después, el gobierno trató de censurar Paradiso ¯una de las grandes novelas cubanas de todos los tiempos¯ y no vio con buenos ojos su homosexualidad. Aunque nunca llegó a ser encarcelado como otros escritores de su misma condición sexual, Lezama Lima pasó sus últimos años totalmente excluido de la vida cultural cubana, olvidado y recluido en su casa de la calle Trocadero.

La llegada de la revolución también marcó la producción de otro de los grandes novelistas cubanos del siglo XX, Alejo Carpentier. Antes de 1959, Carpentier ya era un autor muy conocido y había publicado uno de sus mejores trabajos: Los pasos perdidos. Poco después, en 1962, publicaría El siglo de las luces, su novela más célebre. Desde el comienzo, Carpentier fue un autor privilegiado por el régimen, que le mantuvo siempre en importantes y cómodos cargos diplomáticos. A cambio, demostró una gran cintura a la hora de esquivar cualquier asunto peliagudo y, en opinión de muchos, trató de adecuar la obra de sus últimos años a lo que se esperaba de él.

Los setenta fueron para la literatura cubana, al menos para la del interior, un periodo pétreo, duro y bastante aburrido. Son los años del llamado 'quinquenio gris'. Obligados por las circunstancias y por la UMAP, las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, muchos autores de la isla abrazaron con entusiasmo tesis que defendían el valor social del texto literario y generaban novelas francamente áridas, bastante más soviéticas que caribeñas. Entre esa producción plomiza destacan sin embargo libros como Noticias de la quimera de Eliseo Diego o Con los ojos cerrados de Reinaldo Arenas, dos excepciones a la regla del régimen castrista. Mientras tanto, en el exilio la literatura cubana rayaba a mejor altura.

En los años ochenta la situación cambió y se dio una mayor apertura. Los autores dejaron de verse a sí mismos como miembros de una clase productiva y comenzaron a expresar su individualidad. Eso facilito que el abanico de géneros se abriera enormemente. Fue entonces cuando surgieron los textos intimistas y autobiográficos (Las iniciales de la tierra de Jesús Díaz), el realismo costumbrista exento de ideología (Fabriles de Reinaldo Montero), la pura fantasía (Fábulas de una abuela extraterrestre de Daína Chaviano), la novela histórica (El mar de las lentejas de Antonio Benítez Rojo) o la novela negra. En cierto modo, es en este periodo cuando la narrativa del interior de la isla comienza a explorar nuevos caminos, adecuándose al paso de otros países de su entorno y alejándose poco a poco de la utopía revolucionaria.

Realismo sucio

Ese proceso de apertura y normalización se consolida en los noventa, una década en la que la narrativa de la isla se dota de armas hasta entonces prohibidas, como las de la furia, el desencanto, el pesimismo, la ironía y el humor negro. Da la sensación de que el sueño revolucionario se ha venido abajo definitivamente y, entre las ruinas, surgen autores como el conocido Pedro Juan Gutiérrez (Trilogía sucia de la Habana, Animal Tropial, o El insaciable hombre araña) o Fernando Velázquez Medina (Última rumba en La Habana), deseosos de dejar testimonio del derrumbe inaugurando un nuevo género que podríamos llamar 'realismo sucio tropical'.

Además de estos escritores rabiosos y desinhibidos, en los últimos años hemos descubierto a un buen número de autores llenos de interés. En los noventa Leonardo Padura ensaya con maestría el género policial (Las cuatro estaciones), Reinaldo Montero compone el mosaico de la intrahistoria de la isla en su monumental Septeto habanero y Abilio Estévez acuña fábulas sombrías y desmitificadores ejercicios de memoria (Tuyo es el reino, Inventario secreto de La Habana).

Nadie duda hoy de que la literatura cubana vive un gran momento. Muchos hablan incluso de un nuevo 'boom', y lo cierto es que cada vez llegan hasta nosotros más noticias de lo que se está fraguando en la isla. Es rara la temporada en la que no anotamos los nombres de varios nuevos autores. Además, esos autores cada vez son más distintos entre sí. Cada uno surge cortado por un patrón diferente, aspirando a imponer una voz propia y original. Eso es una gran noticia para la literatura cubana y hace que entre las nuevas generaciones encontremos a gente tan diversa como el experimental y nabokoviano José Manuel Prieto (Rex), el agudo y metaliterario Rolando Sánchez Mejías (Cuaderno de Feldafing) o Antonio José Ponte (Contrabando de sombras, La fiesta vigilada), un escritor de corte más clásico que se desenvuelve con la misma eficacia en los terrenos de la novela, el ensayo y la poesía.