El oficio más bonito, el más antiguo
RESULTA gracioso lo orgullosos de ser costaleros que estamos todos los que ahora sacamos pasos. Lo mucho que sabemos de costalería y lo fijado que está en nuestra boca, a todas horas, el concepto "oficio". "Qué oficio el nuestro, colega"; "ese capataz tiene mucho oficio, y se nota"; "qué bonito es el oficio, osea". Y otras perlas por el estilo. Oficio, oficio y oficio. Oficio hasta en la sopa. Porque, que quede claro, al oficio en Jerez le tenemos un cariño, qué digo cariño: una devoción especial. Es nuestro leit motiv, nuestra vocación, nuestra razón de vida. Pero también nuestro pecado. Paradójicamente, toda esa hipocresía en torno al oficio nos sirve para poco más que disfrazar nuestro más absoluto desprecio hacia él -¿acaso la ignorancia no es un signo de desprecio?- y nuestra malicia a la hora de malearlo, adaptándolo a nuestras incapacidades. Repetiremos mil veces la palabra oficio en la misma conversación en la que garantizamos nuestra firme oposición al nuevo capataz, sin el más mínimo rastro de vergüenza asomándonos en el interior. Otras tantas la pronunciaremos para descalificar el trabajo de nuestros propios compañeros en las trabajaderas, sin que las tripas nos gruñan de puro remordimiento. Y también mientras convocamos asonadas contra la junta de gobierno de turno, contra el hermano mayor, contra los fiscales o contra quien se tercie. O cuando, con la garganta bien regada de cerveza, nos despachamos a gusto en la barra de un bar, contando tal o cual proeza costalera, de la que casi siempre somos protagonistas directos y pocas, muy pocas, testigos de las de otros. O cuando -este caso es mi favorito- hablamos de oficio recordando que lo fundamental de todo es que el costalero sea hermano y tenga a bien demostrar continuamente durante el año la absurda idolatría a su imagen titular que todos esperan de él, advirtiendo que quienes acepten o recomienden la remuneración económica por hacer el trabajo es un mercenario deleznable. Oficio, oficio y oficio. Nuestro oficio. Por eso decía al principio que resultaba gracioso. Por el descomunal despliegue de poca vergüenza que en Jerez solemos emplear cada vez que nos referimos al trabajo costalero. Pero no. No tiene gracia, y maldita la que yo o ustedes le veamos. Es más bien lástima. Pena, de saber que de los que hoy se meten debajo de un paso, son muchos los que deciden levantar el faldón y salir para siempre del mundo de las trabajaderas, por no lograr conectar con la esencia auténtica del oficio, oculta bajo las espesas capas de nuestra desvergüenza; de saber que los que el año que viene se metan por primera vez van a seguir esa misma línea atroz. Sólo hay que verlos ahora, en su adolescencia, dando rienda suelta a sus ansias costaleras, sin más medida ni razón que las de su capricho, ni más sentido que sacarse un par de fotos con las caras arriba, la molía o el costal de colores, y luego publicarlas en Internet para fardarles a los colegas y las chorvis. Mírenlos, porque ése es el futuro que nos hemos buscado a pulso, con chavales quinceañeros jugando a los pasos, sacando procesiones de Gloria que ni entienden ni respetan, como si fueran una actividad cultural más de unas cofradías bárbaras, que se sienten incapaces de encontrar otra forma de aglutinar a un puñado de jóvenes en torno a su casa de hermandad. Mírenlos y díganme la gracia que les hace haber convertido el oficio más hermoso en algo similar al más antiguo del mundo.
Actualizado: GuardarAaaa.