Mis abuelos
Actualizado:En esto de las Navidades, hay división de opiniones. Los que la odian versus los que la adoran. Yo me alineo –no me canso de decirlo– del lado de los niños: de los que esperan con ansia que el día de la Inmaculada abra la veda de villancicos y belenes, y que (día abajo o arriba, dependiendo de las vicisitudes socioeconómicas) se enciendan las luces del alumbrado festivo.
Me englorio de cantar las excelencias de estas fiestas. El consumismo no es capaz de sustraerme sus enseñanzas y sus virtudes. Es sobre todo la fiesta de la familia, del reencuentro y del recuerdo. Suenan las primeras notas de Los segadores y la figura de mi abuela Ángeles se alza para volver a enseñarme las letras de esos romances viejos cargados de símbolos y de segundas intenciones. Suena el Tin, tin, Catalina y es mi abuela Pepa (de quien heredé tantas cosas, desde el nombre hasta la mirada) la que se presenta ante mis ojos, risueña y picardona, arremangándose la falda o preparándome la primera y precoz palomita de anís Domecq con agua.
Mis abuelos también vuelven a mi memoria con la Navidad: recuerdo ahora con más viveza el martinete con el que abuelo Juan despedía la noche de Nochebuena, o el desenfado del abuelo Federico en un replante de bulerías.
Están todos conmigo, alrededor de la comida compartida o en la tarde de pestiños que seguimos repitiendo en familia. Lo que me regalaron, lo que me enseñaron, las herencias culturales, físicas e incluso ideológicas, se hacen más evidentes en estas fechas. Eso es para mí la Navidad; por eso no me borro de las filas de sus defensores y (como los más chicos de la casa) me emociono hasta las lágrimas con cada detalle y cada lugar común. Denme una pandereta o una zambomba, una copa y un rosquito de vino, y déjenme cantando a mi aire. Me acompañan todos los abuelos.