«¿Por qué me llaman el hijo del de la bomba?»
Dos familias vascas comparten la dura experiencia que supuso contar a sus hijos y nietos que sus seres queridos fueron víctimas de ETA
Actualizado: GuardarDavid y Jorge tenían sólo dos y diez años cuando ETA intentó, sin éxito, arrebatarles a su padre con un coche-bomba. «Creyeron que era un funcionario del cuartel de la Policía Nacional de San Sebastián, cuando lo que en realidad había sido era jefe de cocina tres años atrás», explica Alberto. El cabeza de familia prefiere no revelar su identidad real, su nombre al igual que el de sus hijos son ficticios. «Vivimos en el País Vasco y, en contra de lo que ocurre en otras comunidades, aquí si eres una víctima te tienes que ocultar. Por seguridad, por miedo», se sincera. Alberto estuvo ingresado 101 días en el hospital y, en la actualidad, sufre una minusvalía absoluta que le impide llevar una vida normal. Pero las secuelas del atentado van más allá. ¿Cómo explica un padre a sus hijos que han intentado matarle?
Jorge, el mayor, fue el que peor lo pasó. «Se enteró de todo porque fue al hospital a visitarme y escuchó que había sido una bomba. Yo estaba lleno de cables y su cara, había que verle la cara», evoca Alberto. Las preguntas no se hicieron esperar. «La primera, ¿por qué?; la siguiente, ¿quiénes?». Su madre fue la encargada de revelarle poco a poco lo ocurrido, mientras su marido convalecía en el centro sanitario. «Han sido unos hombres malos», le explicaba. Jorge, que ahora tiene 22 años, necesitó el apoyo de un psicólogo durante un tiempo y bajó su rendimiento escolar. Con el paso del tiempo, las cosas se calmaron y el matrimonio confió los hechos a otros padres, al igual que hizo su hijo con su cuadrilla.
Su hermano David, que cuando ocurrió el atentado contaba sólo dos años, vivió aquella tragedia de una manera distinta. Debido a su temprana edad, sus padres optaron por decirle que había sido «un accidente». «Nos preocupaba mucho. Tuvo que andar de aquí para allí con nuestros familiares porque mi mujer venía al hospital», declara el padre.
Con naturalidad y en casa
Por entonces, David no entendía nada. El matrimonio intentó en más de una ocasión contarle la verdad a su hijo pequeño, pero «resultaba muy difícil». «¿Cómo le cuentas algo así?», apunta. Cuando David cumplió los siete años, la familia se desplazó unos días hasta León. Una tarde David volvió a casa, se dirigió hasta donde se encontraba su padre y le hizo una pregunta que le dejó helado. «Aita, ¿por qué me llaman el hijo del de la bomba?», le espetó. Al parecer, varios críos le hicieron ese comentario. «No nos lo esperábamos. Le dijimos que eran tonterías, que no le diera importancia», admite su padre.
Leire -nombre ficticio- también sabe lo que es ser una «víctima de segunda generación». Perdió a su padre con dos años. J. G. E.. era psicólogo en la prisión de Martutene cuando ETA le colocó en su punto de mira. Era un hombre comprometido con el reagrupamiento en cárceles vascas de los recursos de la banda armada y el respeto escrupuloso de los derechos de los interinos. Un día, un pistolero etarra acabó con su vida de un disparo en la cabeza. Por la espalda. Carmen, la mujer del fallecido, se afanó entonces por proteger a su hija. Cada vez que Leire preguntaba por su padre, que era continuamente, ella le respondía que estaba trabajando. Pero ante la insistencia de la pequeña, Carmen decidió que, por lo menos, había llegado la hora de decirle que «estaba en el cielo».
Uno de los momentos más difíciles llegó cuando la cría celebró su tercer cumpleaños. Carmen le organizó una merienda en una cafetería y, pese a estar rodeada de familiares y amigos, Leire echaba en falta a una persona. «¿Por qué aita no viene del cielo a verme?», le rogó a su madre. «Porque los que van al cielo no pueden volver», le contestó Carmen. Pero esa respuesta no convenció a la pequeña. «Ya sé por qué, es porque ya no quiere estar conmigo», expresó.
«Apagaba la televisión»
Leire no tuvo otro remedio que crecer sin el cariño de su padre. ETA le privó de él. Carmen siempre estaba pendiente de apagar la televisión cuando ETA volvía a atentar. «Tenía miedo a que hablasen de su padre», reconoce. Cuando Leire cumplió once años, acompañó a su madre a uno de los congresos del Colectivo de Víctimas del Terrorismo de Euskadi (Covite) junto a otras familias que sufrieron al igual que ellas el azote de la banda. Era la primera vez que Carmen llevaba a su hija a un evento de la agrupación, de la que es miembro. «¿De qué conoces a esas personas?», le preguntó Leire a su madre en el camino de regreso. Una vez en casa, Carmen decidió revelarle lo que en verdad le ocurrió a su padre. Le contó que «un hombre le había disparado». «¿Por qué?», se extrañó ella. «Porque trabajaba en algo que a algunos no les gustaba», trató de explicar su madre, sin dar demasiados detalles del cruel atentado. Leire se interesó por las personas que habían acudido al congreso y preguntó a su madre si todas ellas habían perdido a alguien querido. «Todas somos víctimas del terrorismo», sentenció Carmen.
Desde aquel día todo cambió. Leire no volvió a preguntar nada sobre su padre o sobre los que acabaron con su vida. Ni siquiera cuando se produce un nuevo atentado. «No quiere hablar del tema, ni que sus amigos sepan nada. Yo lo entiendo porque duele. Además, a mí tampoco me gusta que me miren diferente o que hablen a mis espaldas», declara Carmen. La procesión va por dentro. Y eso, nunca se olvida.