Editorial

Desiguales en derechos

La Declaración Universal de Derechos Humanos fue aprobada hace hoy 60 años por la Asamblea General de Naciones Unidas como el catálogo común de atribuciones que garantizarían la dignidad y la igualdad a todos los seres humanos. Aquel texto consagró mucho más que los ideales a los que podían aspirar las mujeres y los hombres en el mundo; les dio la fuerza necesaria para que cualquier persona en cualquier lugar del planeta pudiera esgrimirlos frente a su conculcación. En este tiempo las sociedades desarrolladas, a pesar de las carencias puntuales que puedan presentar, han ido realizando y ampliando los citados derechos; mientras que la situación en los países menos favorecidos se ha mantenido a una gran distancia del cumplimiento efectivo de lo dispuesto en la Declaración de 10 de diciembre de 1948.

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Sin ir más lejos, en su artículo 25 la Declaración Universal establece que toda persona «tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure la alimentación». Sin embargo, debido principalmente al alza del precio de los alimentos, a lo largo de 2008 la población que padece desnutrición en el mundo ha pasado de 923 a 963 millones de personas, según la FAO. Además, este preocupante incremento podría agravarse a lo largo de los próximos años por efecto de la crisis global. Cuando hace un año la comisionada Louise Arbour se refirió a los problemas a que se enfrentan los derechos humanos en el mundo, y mencionó «la creciente brecha de hoy en día entre los ricos y los pobres, los poderosos y los vulnerables, los tecnológicamente avanzados y los analfabetos, los agresores y las víctimas», dejó claro que no es posible universalizar el contenido de la Declaración que hoy cumple seis décadas de vigencia desde la asepsia o la neutralidad ante la injusticia extrema. No es posible atender las necesidades de los más desfavorecidos sin que los privilegiados acepten moderar su estatus. No es posible que los sojuzgados accedan a la libertad sin que las tiranías sean repudiadas y combatidas por parte de los gobiernos democráticos. Y no es posible devolver la dignidad a las víctimas de la violencia como sistema sin que la Justicia emita su veredicto final respecto a la actuación de los victimarios.