Defensa de la abogacía
Actualizado: Guardarl pasado jueves tuve ocasión de asistir de nuevo a un acto que se celebra todos los años más o menos por estas fechas en el Ilustre Colegio de Abogados de Jerez. Se trata de la ceremonia de jura o promesa de los nuevos letrados que se incorporan al Colegio, y que son apadrinados por sus desde ese momento compañeros. Es una ceremonia íntima y sencilla, no exenta de un hermoso formalismo y cierta necesaria ritualidad. En un determinado momento previo a la jura individual, los Letrados padrinos, ya togados por nuestra condición y ataviados con la prenda de uso cotidiano en los estrados, imponemos formalmente la toga a los nuevos, los llamados juracantanos, materializando la acción de vestirlos con la misma. El Decano viste con toga distinta en sus adornos de bocamangas y escudo, y quienes ostentan condecoración o Cruz las lucen. Otros llevan los símbolos propios de su condición, como por ejemplo los que poseen el grado de Doctores en Derecho, con su medalla del Claustro, dorada con cordón rojo. La reminiscencia de tales rituales en los que se advierte el precipitado histórico de los más ancestrales gestos jurídicos necesariamente visibles, revela un arcaico componente religioso, cuna y origen de muchos de nuestros gestos y formas protocolarias actuales. Quien observe esa ceremonia desde fuera, puede no percibir el sentido profundo y verdadero del proceso, que trata de dar entrada en la vida adulta de la defensa de los intereses de terceros a quienes hasta ese momento se han hallado en la niñez jurídica. Una ceremonia iniciática en la que sin ostentaciones ni alharacas se reivindica la importancia de la labor del abogado, que nunca queda manchada porque algunos manchen la profesión, pues por cada deshonor en la abogacía surgen diariamente miles de comportamientos heróicos que pelean denodadamente por restaurar un orden de justicia y de ley quebrantados por el acto ilícito. En esa labor diaria de miles de compañeros en juzgados y tribunales de toda España, o en bufetes y reuniones, a veces tensas y dramáticas, la abogacía sigue rindiendo culto a esa mujer ciega pero no sorda, que intenta velar porque el fiel de la balanza nunca oscile por intereses espúreos.