Editorial

Por Ignacio Uria

El asesinato de Ignacio Uria Mendizábal provocó ayer el estupor y la consternación de una ciudadanía que, tanto en el País Vasco como en el resto de España, lleva años esperando la noticia del final definitivo de ETA. La muerte a sangre fría de un empresario que pronto iba a cumplir 71 años y que junto a dos de sus hermanos se había iniciado en la construcción de viviendas en la década de los 60 de la mano de su padre merece la más firme condena por parte de toda la sociedad y el compromiso unánime de las fuerzas políticas y de las instituciones de acabar cuanto antes y para siempre con la lacra terrorista. El crimen de Azpeitia emplaza a los ciudadanos y a los poderes públicos a mostrar un respaldo sin fisuras hacia quienes se encuentran en el punto de mira de la inquina etarra y, muy especialmente, hacia los empresarios vascos. Objeto de la coacción y de la sistemática persecución de la banda, de la extorsión y del acecho asesino, no sería justo demandar entereza de empresarios como los hermanos Uria si, al mismo tiempo, no se les brinda el apoyo moral, el respaldo social y la cobertura institucional que su tarea requiere ante la amenaza terrorista.

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Como ocurriera con la central nuclear de Lemoiz y con la autovía del Leizaran, ETA ha decidido convertir el tren de alta velocidad, la Y vasca, en un objetivo que le procure una imagen de conexión con reivindicaciones pretendidamente ecologistas, de conservación del entorno natural y paisajístico y de contestación al desarrollismo. En realidad para ETA el TAV representa, sencillamente, una oportunidad para perpetuarse en el poder fáctico de la violencia, como ayer demostró al acabar con la vida de un hombre enraizado en su tierra que, aun a sabiendas de la amenaza cierta que pendía sobre su empresa y sobre él mismo, insistía en llevar una vida normal de estrecha relación con sus convecinos y amigos. El asesinato de Ignacio Uria es atribuible únicamente a la banda terrorista, y en ningún caso a quienes, en el uso de sus derechos democráticos y mediante los cauces previstos para ello, discrepan de la construcción de la Y vasca. Pero, desde el momento en que ETA y su entorno hicieron del TAV una de sus obsesiones ninguno de los colectivos opuestos al proyecto puede eludir un determinado grado de responsabilidad respecto a lo que la banda terrorista ha hecho o vaya a hacer contra dicha obra. Una responsabilidad proporcional a la indiferencia que cada colectivo contrario a la Y muestre respecto a la barbarie etarra. Es más, tras el asesinato de Ignacio Uria la oposición al TAV sólo será plenamente legítima en tanto que sus protagonistas, partidos o colectivos sociales, condenen sin ambages tan vil crimen y, además, se distancien inequívocamente en adelante de aquellos que por acción u omisión vienen dando sobradas muestras de hacer el juego a la trama etarra o incluso de formar parte de ella.

ETA logró presentar la paralización de Lemoiz a finales de los 70 y la modificación bajo amenaza del trazado de la autovía entre Guipúzcoa y Navarra a comienzos de los 90 como dos victorias de su ejecutoria terrorista. Algo que las instituciones, las empresas adjudicatarias y la sociedad en general no pueden permitir que ocurra hoy con el proyecto de la Y. No sólo porque se trata de una infraestructura vital para la conexión de Euskadi con el resto de España y de ésta con el resto de Europa y el desarrollo del país en su conjunto. También porque la realización efectiva y sin dilaciones de la obra representa, especialmente desde ayer, un valor democrático de primer orden. El telegrama de condena del asesinato y de respaldo a los empresarios vascos remitido ayer por el Rey Juan Carlos y la firmeza mostrada por el presidente Rodríguez Zapatero al asegurar que el proyecto seguirá adelante tendrá su colofón hoy cuando los partidos representados en el Congreso de los Diputados reiteren su rechazo al terrorismo etarra y su compromiso con el Estado de Derecho en la lucha contra la violencia liberticida. Pero la auténtica batalla entre la democracia y el fascismo ha de librarse en el seno de la sociedad vasca, de donde han de quedar desterradas las pretensiones dictatoriales de ETA y la fanática perversión de quienes jalean o justifican su macabra trayectoria. Una batalla que ayer fue ganada sólo en parte por la decencia democrática en el Ayuntamiento de Azpeitia, cuando la moción de condena secundada por PNV, EA y Aralar se impuso al ignominioso cinismo del texto presentado por los ediles de ANV, que ostenta la Alcaldía. La batalla fue ganada sólo en parte porque, a pesar de la tardía retirada de EA de la coalición que hasta ayer mantenía con la izquierda abertzale y Aralar, y a la espera de la decisión que adopte esta última formación, nada podría justificar la continuidad de ANV al frente del Consistorio azpeitiarra. Tras el asesinato de Ignacio Uria, es ineludible que la mayoría que condenó ayer su muerte asuma la responsabilidad de gobernar su ayuntamiento frente a la minoría que, implícitamente, la justificó.