Autores malditos y otras tonterías
El fenómeno Larsson llegó este verano a las estanterías españolas. Ya saben, Stieg Larsson, el autor de la trilogía Millennium, que en poco tiempo se ha convertido en un éxito de ventas -con la que está cayendo- con cerca de ocho millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. Millennium fue recientemente número uno en las librerías francesas y ya se preparan las adaptaciones para el cine y la televisión. Pero por desgracia, Larsson no disfrutará del éxito porque falleció de un ataque al corazón en 2004, no sin antes entregar el manuscrito de la tercera y última novela terminada y antes de que publicaran la primera. Pero, más que su obra, me ha preocupado su perfil. Ejerciendo de frívola, me espanta lo que representa este autor -seguramente, sin saberlo-: esa cara de triste, esas gafas anticuadas, esa vida gris. Me recuerda a esa legión de escritores, periodistas a tiempo total y con sueños de grandeza que afirman que en cuanto tengan un ratito escribirán su obra maestra. No es el caso de Larsson, que al final resultó un genio. Y ahí está el peligro. Nadie sabe fuera de las paredes de una redacción, de un instituto, e incluso, de un sindicato, cómo puede alimentar este caso a cientos de personajes frustrados que ahora han ganado puntos en su barra de la motivación para seguir siendo unos auténticos plastas.
Actualizado:Camuflados en una imagen muy parecida a la de Larsson, la del «loser», como diría una amiga, muchos cruzan la pierna, dan una calada al Ducados y deleitan a los sufridos colegas, amigos o a cualquier incauta que pase por allí con soliloquios sobre el estilo literario, la sintaxis y el vocabulario. Cuando se juntan más de uno, no opinan, sientan cátedra. No hablan, mantienen tertulias. Y ni siquiera piensan, se regodean en su existencia como cuando alguien mete la nariz entre la ropa de un ser querido que, en este caso, es el propio cuello vuelto del futurogranescritor. Señores, hasta el moño. Absténganse de genialidades a no ser que sean genios. Y eso hay que demostrarlo, aunque sea muriéndose uno.