'Gorria' un hombre bueno
La empresa familiar, el caserío y la partida de cartas junto a sus amigos eran la pasión de Ignacio Uria
Actualizado: GuardarA Ignacio Uria le gustaba jugar al tute. Gorria, como le llamaban sus amigos, era un «hombre bueno», de costumbres casi milimétricas y aficiones confesas: el trabajo y las partidas de cartas. Sus mejillas siempre sonrojadas le valieron un mote que ayer no dejaba de oírse en el bar Uranga, a escasos metros del lugar del atentado, donde compartía todos los días una partida de cartas que solía prolongarse hasta las siete de la tarde. «Primero iba al Kiruri, luego comía y venía en coche hasta aquí», resumía un hombre junto a la barra. «No hay derecho. ¿Qué solucionan con esto?», lanzaba apesadumbrado
En una esquina del local, junto a la cristalera por donde asoma la tarde lluviosa, ennegrecida por el luto de la tragedia, departen sus cuatro amigos. «Ésta es su silla, aquí pasaba sus tardes, siempre con su café y su Farias, del que siempre se le caía la ceniza al pantalón y nos entraba la risa», señala con gesto tirante uno de ellos. La banqueta, tapizada de color verde con el respaldo ajado, espera vacía.
Al Uranga llegaba siempre en su coche, embarrado por los cuatro costados, una huella evidente que delataba su pasión por el trabajo. «Estaba medio jubilado, pero seguía yendo a las obras. Hasta que el cuerpo me lo impida, solía presumir», cuenta uno de sus conocidos.
De pelo blanqueado por las canas, estatura media, rostro rechoncho y carácter discreto, se aposentaba cada tarde frente a la vitrina, desde donde le gustaba observar sus bienes más valiosos:la empresa familiar y su casa, el caserío Azkune. «En pocos metros había conseguido concentrar lo que más quería», interviene un lugareño. Y en el barrio de Loiola también le apreciaban. «Era un hombre bueno, bueno de verdad», coinciden en describir todos sus conocidos.
Nacido en Azpeitia un 4 de enero de hace 70 años, aprendió el oficio de la mano de su padre, Alejandro, un albañil que logró levantar desde abajo la empresa que hoy llora la muerte de uno de sus principales pilares. Ignacio, incansable trabajador, sacaba tiempo para disfrutar con sus vecinos. Siempre cerca de su casa, como si le costara desprenderse físicamente de sus raíces. «Era un azpeitiarra de pro, un empresario fiel, con carácter, como todos, pero un bonachón», detallan sus amigos. Heredó el carácter humilde y alegre de sus padres, disfrutaba de los partidos de pelota, sobre todo en la feria de San Mateo de Logroño y en Lekeitio, cantaba en el coro de la basílica y hace años que participó en el grupo de teatro del barrio. «Aquí está con gente de la sociedad Loiolaetxe», de la que era socio, explica Manuel Guisasola, un jesuita al que conocía de sus tardes en el Uranga. «La foto la saqué más o menos hace un año. Me apetecía retratar esas tardes de cartas, aunque a Ignacio no le gustaban mucho las fotos», relata.
Fuera ya está anocheciendo. Junto al Kiruri, las cámaras de televisión y los fotógrafos se revuelven en la acera para grabar lo que nadie se atreve a mirar: los restos de sangre. «Me dan ganas de vomitar», se sincera uno de los representantes políticos.