Qué difícil fue ser progre
Los políticos, como los chupacámaras del famoseo, no se pueden estar calladitos, sino que tienen que decir cualquier cosa que les asegure unos titulares (o, en el caso de los del corazón y la bragueta, un buen montón de euros por la patilla). Lo malo es que, cuando no tienen mucho que decir, se les nota más la tontería. Desde aquello de «no me vengan a decir a mí lo que tengo que beber», o algo parecido que soltó el ex, hasta las recientes declaraciones de doña Espe donde puso a caer de un burro a un icono de la cultura progre como fue el Che Guevara.
Actualizado:No sé si las Brigadas Amarillas harán un acto de desagravio, o si los terroristas que le han dado semejante susto a la presidenta de la comunidad madrileña y ex ministra de cultura habían leído sus declaraciones (y menos mal que Esperanza Aguirre tiene un ángel de la guarda que bien que le hace las horas extras, porque que yo recuerde ya van dos veces que se libra por los pelos), pero tiene gracia que a estas alturas del siglo vengan a quitarnos, a los progres, lo poco que nos quedaba ya de ideología, si hasta Antonio Banderas le puso cara al médico revolucionario, han rodado parte de la peli en dos partes de Benicio del Toro por aquí cerquita, y la gran suerte del guerrillero fue que murió en flor de juventud y no tuvo tiempo de apoltronarse ni de dedicarse luego por los siglos de los siglos a largar discursos interminables ni a posar con chándales que parecen comprados al mayorista de la chirigota del Selu.
No sabe doña Esperanza lo difícil que fue ser progre. En la época en que había que serlo porque se podía, claro. O sea, cuando todos éramos más jóvenes y de verdad nos creímos que se podía cambiar el mundo y no sabíamos que el mundo era de los bancos a los que al final tenemos que salvar dándoles préstamos entre todos sin cobrarles intereses.
Porque ser progre, oigan, era duro. Una religión sin bautismos ni catedrales, pero religión con dogmas a fin de cuentas. Nos obligábamos nosotros solos a vestir de pana, con el calor que da la pana y lo gordo que hace, y eso que entonces estábamos delgados. Las chicas tenían que llevar rebecas de punto gordo, lo menos sexy del mundo a este lado del burka. Puede que no usaran sujetador, pero una carpeta delante a modo de escudo les hacía el mismo avío. Y aunque te dieras un susto cada mañana en el espejo, tenías que llevar barba. Cuanto más negra y más larga, más demócrata eras. Salvo de todo aquello las bufandas, quizás porque es la única prenda que conservo de aquel entonces, aunque ahora es de marca. No sé en qué celda de Guantánamo estará el que inventó la trenka.
Nos tragábamos libros de contrabando que no entendía nadie y que estábamos deseando prestar para librarnos de ellos. Toda chica progre que se preciara leía aquello de «El segundo sexo», un catecismo feminista a la que ningún varón de mi entorno echó el ojo. Íbamos al teatro a cabrearnos. Íbamos al cine a aburrirnos: luego todos salíamos de las sesiones de Alcances diciendo maravillas del cine ucraniano, pero se nos notaban mucho los bostezos. Escuchábamos a cantautores que sólo tenían inventiva para un único disco y poníamos en el mismo pedestal a gente importante con otros cuyo único mérito era tocar las maracas y lucir un poncho. Y leíamos unas revistas aburridísimas que parecían la misma revista cada semana, y que decían las cosas a la cara de una forma tan alambicada que ni siquiera Góngora podría haberles hecho sombra. Hasta escondíamos los cómics dentro de las páginas de El País, para que nadie nos dijera que éramos tontos.
Luego descubrimos que la socialdemocracia tenía su aquel. Nos afeitamos, nos peinamos, aceptamos un puesto de trabajo más o menos decente o nos cambiamos de partido y nos buscamos un chollete de por vida. Ellas descubrieron Zara y la lencería fina. Y en vídeo primero y en DVD después nos dimos el atracón del cine que de verdad nos gusta. Algunos hasta se casaron por la iglesia y hoy la inmensa mayoría ni siquiera recordamos que una vez, hace treinta años, nos creíamos de izquierda-izquierda.
Sólo nos quedaba el Che, y ahora doña Espe lo ha puesto en su sitio. Todos los mitos caen, qué se le va a hacer. Pero al menos tuvimos mitos, que es lo mismo que decir cultura. Desde las alturas de las torres de marfil, hay quienes nunca han visto la vida.