Cultura

Un obrero sin alardes

Barral quiso marcarle como un autor de raíz trabajadora, y él quería trabajar menos dedicándose a la literatura

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A Juan Marsé no le hace gracia que le llamen intelectual porque prefiere las papelerías de barrio, los kioskos y las tabernas a la cultureta sofisticada. Pero tampoco le emociona que le etiqueten de escritor obrero porque, precisamente, él probó la literatura para no tener que trabajar ocho horas en una taller de joyería. El retrato social de Marsé resulta complejo. Su padre biológico era un taxista charnego -inmigrante en Cataluña-, pero su padre adoptivo, Josep Marsé, procedía de la comarca tarraconense del Penedés, simpatizaba con los separatistas de izquierda y militó en el partido de los comunistas catalanes (PSUC), donde su mujer trabajaba de telefonista.

El niño Juan Marsé creció en la zona del Guinardó, como saben sus lectores, poblada por propios y foráneos, y, como no le gustaba estudiar, a los 14 años dejó la escuela y se puso a trabajar como tantos chicos de su barrio, él de aprendiz de joyero.

Cuando entró en contacto, a finales de los años cincuenta, con el grupo de Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral, a éstos les pareció un diamante en bruto. Era de la clase trabajadora y tenía posibilidades como escritor, justo lo que ellos, afines al Partido Comunista, andaban buscado para ejemplificar sus ideales literarios. Nadie de los de su cuerda tenía un perfil similar. Al revés. Los Goytisolo, los Regás, Salvador Clotas y Jaime Salinas podían alardear de divinos y de izquierdas, pero jamás de que se habían ganado una peseta con sus manos. Según recuerda el propio autor en una entrevista, «en plena efervescencia del realismo social, en unos momentos en que prevalecían las motivaciones políticas sobre los valores estrictamente literarios, que de repente apareciera un chaval que trabajaba en un taller, limitado a la vida de barrio y con unas vivencias culturales prácticamente nulas, era algo así como la llegada del mesías». Los finos intelectuales barceloneses descubrieron pronto que aquel obrero lo único que pretendía era, como la mayoría de los de su clase, dejar de serlo. No obstante se empeñaron en moldearle para proyectar una imagen de escritor de raíz trabajadora pero de alcance cosmopolita. Así que Barral se puso en contacto con su amigo Antonio Pérez de París y éste buscó para el autor de las Ultimas tardes con Teresa -el libro que estaba escribiendo entonces, 1959- un trabajo como profesor de español, luego como mozo de laboratorio en el Instituto Pasteur y, ya por su cuenta, Marsé terminó traduciendo guiones del francés al español.

El autor volvió a Barcelona en 1962, con una novela fallida que nunca ha querido reeditar, Esta cara de luna, y tres años de experiencia en el extranjero. Era otro y el mismo. Conocía una lengua y una cultura de tanto rango y vitalidad como francesa, sobre todo en aquella década, pero no se desvinculó de su barrio, ni de su gente, ni tampoco de Jaime Gil de Biedma ni de Carlos Barral, aquel espigado editor de porte aristocrático con el compartió tantas horas. En 1966, Marsé se casó con Joaquina Hoyas, una extremeña de Trujillo con oficio de peluquera, que ayer le dio la noticia del Cervantes al llegó a casa.

Si bien Marsé ha tratado de posicionarse con un escritor sin más adjetivos, cosa que a ha logrado al cien por cien, también es cierto que en buena parte de sus novelas existe, si no una lucha, sí un pique de clases.