El Cervantes hace justicia a Marsé
El escritor catalán gana el premio al que también optaba el poeta jerezano José Manuel Caballero Bonald
Actualizado: GuardarCuando era niño, Juan Marsé (Barcelona 1933) quería ser escritor para contar historias como la de Las nieves del Kilimanjaro, de Hemingway, cuyo arranque, con aquella formidable imagen del esqueleto helado de un leopardo en lo alto de la montaña, tanto le impresionó; o pianista, para recorrer el mundo dando conciertos. A los 13 años, los sueños se vinieron abajo. Tuvo que dejar los estudios y ponerse a trabajar para poder entregar dinero en casa. El empleo no parecía nada literario ni musical: aprendiz de joyero. En realidad, aprendiz de repartidor de joyería, porque el muchacho se pasaba el día en el metro, entregando pequeños paquetes en las casas. Fue su primer contacto con la burguesía catalana, su visión de la otra cara de una sociedad que ha reflejado en sus novelas a lo largo de medio siglo de carrera. Es ese retrato de la España de postguerra, con sus escasas luces y sus densas sombras, lo que ha decidido al jurado del premio Cervantes a concederle el máximo galardón de las Letras en español. Un premio para el que era favorito desde hace años, pero que se le había negado una y otra vez.
Marsé ha desarrollado una impecable carrera literaria, adornada por un compromiso ético con la verdad y una independencia y un sentido crítico modélicos. Nadie habría dado un duro por esa trayectoria cuando dejó la escuela obligado por la necesidad. El piano quedaba muy lejos pues las clases eran caras y apenas si recibió unas pocas. Y su formación literaria dejaba mucho que desear. Tanto que cuando empezó a escribir hubo de comprarse una gramática para ver «dónde se colocaban las haches». Eran las limitaciones propias de una familia de perdedores, encabezada por un padre que periódicamente pasaba unos meses en la cárcel «por rojo y separatista». En realidad, su segunda familia, porque su madre biológica murió en el parto y su padre, un taxista llamado Juan Faneca, lo entregó de inmediato en adopción. Sólo lo vería dos veces más a lo largo de toda su vida.
De su niñez y adolescencia, tan presente en todos sus relatos, queda el recuerdo de sus baños en las albercas del Penedés, desnudo; los juegos con una pelota hecha con trapos y las películas en las sesiones dobles de los cines de su barrio. «La infancia siempre es feliz -ha comentado-. Después, la realidad se te cae encima de golpe».
La realidad fue una vida dura ganándose el sustento en el taller de joyería, la publicación de algunos cuentos en revistas de escasos lectores, su primer premio (el Sésamo de cuentos) a los 26 años y una estancia en París que resultaría fundamental para su futuro literario.
En la capital francesa, Marsé trabajó como ayudante de laboratorio del Instituto Pasteur, donde conoció con Jacques Monod (premio Nobel en 1965), de conocida militancia izquierdista. A través de él entró en contacto con Jorge Semprún y de su mano ingresó en el Partido Comunista. Duró poco, porque allí había muchas palabras y escasa acción, y porque su adhesión no había sido demasiado entusiasta: «Me apunté porque allí estaban todos mis amigos y porque a las reuniones de Semprún asistían unas chicas francesas que me gustaban mucho». Una de aquellas muchachas serviría de modelo para el personaje femenino de Últimas tardes con Teresa, la novela que, publicada tras regresar a Barcelona, le proporcionaría un gran prestigio literario y una cierta fama.
No llegó a entregar su carné del partido. Simplemente se fue alejando. Aquella experiencia, sumada a la del franquismo, decantaría en un descreimiento que aún mantiene y que se plasma en opiniones feroces. Sobre la gestión de la educación y la cultura ha llegado a decir que tanto el Gobierno central (en ese momento en manos del PP) como el catalán (de CiU) eran «una pandilla de sinvergüenzas». Y no ha dudado en asegurar que «en boca de los políticos, las patrias no son otra cosa que carroña sentimental».
Historias de perdedores
En ese ambiente, sus personajes tenían que ser necesariamente perdedores. Lo son todos, incluso quienes dan la impresión al principio de estar bien colocados. Marsé siempre ha dicho que él ajusta cuentas con el pasado en cada novela, y eso se nota en la piedad con la que trata a sus protagonistas: la tiene con el inmigrante arribista y ladronzuelo a ratos que es Manolo el Pijoaparte, uno de los grandes personajes de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX, y la tiene también con Teresa, la ingenua hija de una familia burguesa, entusiasmada ante el descubrimiento de quien ella cree que es un líder obrero. Hasta muestra un resquicio de compasión hacia algunos policías del franquismo que se arrastran como fantasmas por sus novelas.
El éxito lo puso en el punto de mira de la censura (Si te dicen que caí fue prohibida y no se publicó en España hasta que no murió Franco) y lo colocó en los aledaños de la gauche divine, aquel grupo de intelectuales ricos y guapos que dominó la cultura catalana durante una década. Pero allí Marsé era un desclasado, y si aparecía por sus cócteles y fiestas era, lo ha reconocido luego, «sólo para hacer bulto».
Con la Transición llegaron sus éxitos de público. En 1978 ganó el Planeta con una de sus novelas menos logradas, La muchacha de las bragas de oro. A partir de ahí, cada tres o cuatro años (siempre ha sido un escritor lento y minucioso) ha ido publicando libros recibidos cada vez con mayor expectación. Algunos de ellos, como Ronda del Guinardó, El embrujo de Shanghai o Rabos de lagartija se han convertido en títulos imprescindibles.
Impertinente a veces, irreverente en no pocos momentos -fue a recoger un premio de manos de Tarradellas en un acto solemne en mangas de camisa-, capaz de dar un portazo a Lara, el gran capo de la edición en España, Marsé ha conseguido el respeto de todos sus colegas. Una verdadera hazaña.
Hasta ahora no había ganado ningún premio oficial importante en su país, aunque está en posesión del Rulfo y otros galardones extranjeros de relieve. Ayer estaba en el médico a la hora que se anunciaba el Cervantes. Sabía que un año más era candidato preferente, pero no cambió la cita. «La salud es lo primero», dijo sin ironía. Un comentario justificado en una persona de 75 años con varios by-pass en su corazón. Un problema de salud que no le ha restado un ápice de ese humor ácido del que siempre ha hecho gala. Hace sólo tres meses se preguntaba a sí mismo dónde iría tras su muerte, «ahora que el Papa ha dicho que no hay infierno. Habrá que ir al cielo, con todos los gilipollas».