La calderilla de la fama
No crea nadie que es tan fácil comparecer en televisión para divulgar conductas abyectas: antes es preciso haberlas mantenido.
Actualizado: GuardarLa llamada «curiosidad popular» se basa en comportamientos anómalos. Quiere decir que el interés público se concentra en lamentables comportamientos privados. Acreditados golfos reciben ofertas desmesuradas para que cuenten, bajo los focos, lo que habían contado bajo otros focos en los interrogatorios policiales.
Numerosos granujas vuelven a enriquecerse soportando impávidamente la rememoración, más o menos minuciosa, de sus fechorías. No se trata de dar la cara, sino de tener un rostro de cemento y, sobre todo, de cobrar.
La excusa es que son famosos. Y que nadie les exige el kilométrico por el que llegaron a la fama, que no hay que confundir con la notoriedad, y mucho menos con eso que llaman gloria. A don Severo Ochoa le entrevistaron gratis muchas veces, pero cualquier televisión tiene que pagar grandes cantidades para que comparezca un alcalde corrupto, aproximadamente alfabeto, para que cuente cómo se hizo millonario saqueando su pueblo y retratándose con una cupletista camino del Rocío. Bien sabe Dios y bien saben mis dioses mediterráneos que soy lo más lejano a un moralista. Por lo tanto, reprobar algunas conductas no me exige condenarlas. Lo que ocurre es que me dan asco. Que un sinvergüenza de tomo y lomo, sobre todo de tomo, relate sus hazañas no debiera tener más recompensa que la cárcel.
Hemos hecho unos arquetipos curiosos. Nadie conoce a jóvenes estudiosos que pasan horas y más horas mirando por un microscopio, y en cambio nadie ignora quién es el Dioni, ni el cojo Manteca, ni el Cachuli. La fama es rentable y sus excesos no importan.
¿Qué cobraría Jack El Destripador en una cadena de televisión española?