ANÁLISIS

Ojalá otro teatro

Como dijese Héctor Mendoza, el teatro no puede ni debe ser una pasiva y nostálgica mirada al pasado. La labor del teatro es hablar al hombre contemporáneo de los problemas y preocupaciones del presente. Afrontar un texto clásico desde la escena es, en la mayoría de los casos, un riesgo por el posible hecho de caer en una cierta mirada vacía, insustancial y extemporánea.

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Con ocasión del Congreso Internacional sobre Teatro Ilustrado y Modernidad Escénica, la CNTC bajo la propuesta escénica de Ernesto Caballero, nos da buena muestra de la posibilidad de releer del pasado para un público del presente.

La situación planteada en la obra de Moratín es muy sencilla: Madrid, finales del siglo XVIII, un café cercano a un teatro. Por allí desfilan familiares, amigos y detractores de un incipiente y novel escritor de comedias que espera el resultado al estreno de su opera prima.

Con esta premisa, Moratín, en voz de su alter ego don Pedro de Aguilar, da una lección de dramaturgia y expone los preceptos de un nuevo arte de hacer comedias en detrimento del caduco modelo grandilocuente, exagerado e inverosímil que imperaba en la época.

Esta versión a cargo también de Caballero, incluye un fragmento del final de La destrucción de Sagunto de Zavala y Zamora, y la chistosa escenificación de un bando real de 1790 sobre el comportamiento de público y actores en los teatros durante las representaciones. Ambas inclusiones funcionan perfectamente con el resto de la unidad.

La verdadera trascendencia, tanto del texto del autor madrileño como de la escenificación a cargo de la CNTC, radica en la fuerza de los planteamientos éticos sobre el Teatro.

Y es que Moratín, en voz de Aguilar, cuestiona el origen del teatro desde la escritura, y por ende, el hecho escénico en sí mismo. El planteamiento es radical: el teatro no puede abrir sus puertas a improvisados que se dedican a escribir disparates.

Se pregunta su autor si el simple divertimento de las masas es argumento suficiente para entregarse a la escritura irresponsable de obras dramáticas sin conocer las reglas de las mismas.

¿Es posible, -continúa-, convertirnos en una nación culta, con un teatro en donde no hay lenguaje, estilo, ni objeto moral?

Don Pedro de Aguilar cuestiona al escritor novel de esta guisa: «¿Dónde ha estudiado?, ¿Quién le ha enseñado?, ¿Cree usted que no hay más que sentarse a escribir y que salga lo que salga? Nadie sabe sin aprender. Hace falta observación, sensibilidad y un conocimiento sobre las reglas de la escritura». Evidentemente, las reflexiones de La comedia nueva deberían resonar y causar estragos en las programaciones de nuestras infectas carteleras teatrales de todo el territorio nacional en donde impera la estupidez y campa a sus anchas una tromba de intrusos que no saben nada sobre el arte escénico.

El montaje está asumido con fuerza tanto en lo artístico como en lo técnico y creativo. El maridaje de los elementos en general es impecable. Aunque con una factura excelente en lo plástico, el vestuario es quizás demasiado uniforme. En cuanto a las interpretaciones, destacan sin duda las masculinas.

En esencia, la obra plantea una reestructuración del teatro que se antoja urgente hoy día. Al final del espectáculo, los actores al unísono lanzan un «ojalá» en relación a esta reforma teatral a la cual uno mi voz con fuerza.