Quiñones, el genio y el vividor Jordi Bonells y María José Rivera, ganador y finalista del Quiñones
Amalia Vilches presenta una biografía sobre el escritor gaditano en la que pretende «dar la medida de su talento» y equilibrar «su imagen más populista, plana y superficial» La novela del barcelonés trata de las peripecias de un ajedrecista que viaja por todo el mundo en busca de su maestro
Actualizado:Ni la Historia ni la Literatura perdonan la diferencia. Alguien capaz de escribir 80 obras en 68 años de vida, sin abandonar la militancia bohemia, el tendido, la peña y la charla en la plazuela; alguien capaz de crear y de amar, de cultivar la poesía y los amigos, de beberse el flamenco y de oír el vino, de cantarle a La Viña y a Yemen, corre el riesgo de que su personalidad, hecha de materiales tan exóticos y heterodoxos, acabe siendo pasto de análisis planos, de perfiles interesados que se construyen a golpe de anécdotas amarillas, de burdos chascarrillos y de torpes clichés.
Tener una obra intensa y diversa, un carácter entusiasta y vehemente y una vida ajena a cualquier clase de protocolo o corsé es sinónimo de dispersión para las mentes pacatas que escriben los manuales autorizados y sólo saben disparar tras el parapeto académico de cualquier tribuna.
Amalia Vilches, en Fernando Quiñones, Las Crónicas del hombre (Alianza, 2008) ataja el tópico y rastrea su peripecia vital, pero sin perder de vista el profundo calado de su obra, de la que ofrece un amplio estudio crítico. La biografía del escritor, que se presentó ayer, coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte, se plantea como «una crónica cercana, iluminada en ocasiones por una admiración que no empaña la foto de carné de la persona real, pero que imprime en ella destellos de ternura».
Para la autora, la faceta popular del Quiñones, su excentricidad convencida, ha perjudicado mucho la importancia capital de sus textos. «Habría que preguntarse si Fernando hubiera sido capaz de escribir sus novelas y cuentos sin patearse Cádiz a las cinco de la mañana, sin hablar con pescadores y obreros, con noctámbulos y amas de casa», explica Vilches. Quiñones era consciente de que sus lances crápulas, sus andanzas y sus trasnoches lo estaban desprestigiando ante «los ojos miopes que no supieron ver más allá de las apariencias», por eso al final de su vida renegó de tanto trasiego, pero «¿Qué habría sido de su literatura si su vida hubiera sido otra?: imposible saberlo».
De tópicos y etiquetas
El peso de las etiquetas es «muy difícil de combatir». Vilches dedicó dos años -justo después de la muerte del escritor- a recopilar documentación y testimonios. «Hablé con más de 50 personas, tengo horas y horas de conversaciones grabadas, y llegué a obsesionarme tanto con escribir esta biografía, con la vida y con la obra de Quiñones, que tuve que parar en seco», admite la autora. Sólo retomó la tarea de ordenar y redactar toda la información varios años después.
El imaginario colectivo prima la idea del Quiñones pregonero de Carnaval, del Quiñones presentador de un programa de flamenco, o del hombre «en torno al que gravita inevitablemente un suculento anecdotario», frente al escritor sumido en un «eterno afán de perfeccionamiento que lo hacía pulir y revisar constantemente lo escrito, hasta el punto de dejarnos un tesoro por herencia», relata la autora.
Para conocer esa faceta hay que aproximarse a los valiosos testimonios de José Hierro, Paca Aguirre, Eduardo Tijeras, José Ramón Ripoll, Antonio Hernández, Pilar Paz Pasamar, Jesús Fernández Palacios, Rafael Soto Vergés o Félix Grande, que cuenta como Quiñones era capaz de «encerrarse un mes y redactar diez versiones de un relato», pero también, cuando no escribía, «de salir, divertirse, cantar tanguillos y comer pescado».
La tendencia a estirar las extravagancias de Quiñones, como si quisiera «reducírselo a eso», sigue ensombreciendo la realidad de un viajero incansable, de vocación cosmopolita, que hablaba inglés, francés e italiano, y que utilizaba el gaditanismo «no como una limitación, sino como una puerta al cosmos». «No hay nada más universal que lo más concreto», defiende Vilches, que equipara el Cádiz de Quiñones a la Sicilia de Sciascia, el Buenos Aires de Borges o El Macondo de García Márquez: «Nadie que se asome a sus relatos puede hablar de costumbrismo: Fernando lleva a sus libros la ciudad donde se crió, donde escribió, donde amó, para hacerla universal».
Y no hay quien niegue que a su tierra la quiso «con desmesura». Tanto como para llevarse a su mujer una tarde cualquiera, poco antes de morir, a orillas del Atlántico y decirle: «Nadia, quiero hacerte un regalo. Te regalo Cádiz»
Enemigos al acecho
Vilches asume que Quiñones «ha sido ignorado por muchos y maltratado por algunos». Aunque rehusa dar nombres «porque es mejor no hacerles caso», achaca esa beligerancia a su «polifacetismo, a ese perderse por los meandros del flamenco, del cine, a ese carácter suyo tan sencillo, fuera de toda pose y artificio, que a veces ayuda para triunfar en sociedad; su torpe aliño indumentario, su escasa preocupación por labrarse una imagen literario-personal, el no cultivar con asiduidad unos determinados círculos sociales, le quitó un lugar que le correspondía por mérito y por trabajo».
Pero el tiempo acabará por juzgar sólo su obra y limpiará su vida de minucias y leyendas. El talento pervive cuando todo lo demás se acaba. El genio, sin duda, juega a su favor.
dperez@lavozdigital.es El barcelonés Jordi Bonells ha resultado ganador del X Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones con la obra Sfumato, una novela que narra las peripecias de un singular ajedrecista por todo el mundo en busca de un maestro del ajedrez. El galardón, que se falló ayer en la Biblioteca Unicaja de Temas Gaditanos, está dotado con 30.000 euros, una estatuilla del escultor Miguel Berrocal y la publicación de la obra por Alianza Editorial, con difusión internacional. Se trata, según la calificación del jurado, una novela «muy intelectual», que alcanza «una gran calidad en sus páginas», y «goza de verosimilitud».
Por su parte, María José Rivera ha quedado finalista con la obra Harmattan, que cuenta la historia de una joven beirutí de familia musulmana que, por un antiguo pacto de honor de su bisabuelo, debe contraer matrimonio con el hijo mayor del jefe de una extraviada localidad del Sáhara.
Jordi Bonells, que nació en Barcelona en 1951, actualmente vive en Francia y es profesor universitario de literaturas hispánicas. Paralelamente a su trayectoria como docente, ha desarrollado su carrera como novelista y ha sido finalista del Premio Herralde de novela en 1988 con La luna y segundo finalista del Premio Planeta en su edición de 2000 con El olvido. La finalista, María José Rivera, es catedrática de Matemáticas de la Universidad Politécnica de Valencia y Harmattan es su primera novela, aunque ha publicado cuentos y artículos de investigación.
La presente edición del Premio de Novela se ha registrado una significativa participación con obras procedentes de España y de otros países como Argentina, Uruguay, Chile, Bélgica, Cuba, México, Francia, Costa Rica, Colombia y Portugal.